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Miércoles, 14 de diciembre de 2005
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LA EDICION ANIVERSARIO DE “A NIGHT AT THE OPERA”, DE QUEEN

“Teníamos una confianza en nosotros realmente insana”

Con un sonido que realza notoriamente las sutilezas de una grabación compleja, y un DVD en el que el grupo repasa aquel año mágico, Una noche en la ópera resiste el paso del tiempo y certifica su carácter de obra maestra.

Por Eduardo Fabregat
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“Era una cuestión de vida o muerte, hundirse definitivamente o salir nadando. Si con ese disco no nos hubiera ido como nos fue, hubiera sido el fin de la banda.” El que habla es Brian May, y ese disco no es cualquier disco: en 1975, Queen lanzó A Night at the Opera, uno de los discos más singulares en la historia de rock, el envase perfecto para una canción inexplicable llamada Bohemian Rhapsody, que haría ingresar de una vez y para siempre al Olimpo al cuarteto de May, Freddie Mercury, Roger Taylor y John Deacon. Una noche en la ópera es ese momento mágico en que una banda explota, empieza a dar lo mejor de sí, aquilata la experiencia acumulada y comienza a escribir sus mejores páginas, esas que su público va a añorar no mucho tiempo después. En 1975, Queen ya era una banda conocida y algo exitosa, pero el disco del escudo heráldico sobre tapa blanca lo iba a convertir en una banda grande. Y por eso no es de extrañar que el tandem May-Taylor haya impulsado una edición aniversario con el audio notablemente remasterizado, y enriquecida por un DVD donde aparecen los videos de Bohemian... y You’re My Best Friend, pero también otros diez clips sobre las demás canciones (con imágenes en vivo de la época) y extensos comentarios de archivo de todo el grupo (solo en audio), hablando del disco en general y de Rapsodia bohemia en particular (ver aparte).
¿Qué era Queen antes de esa consagración que tomaba prestado el título de los Hermanos Marx? Surgido del glam pero con pasión sinfónica, con complejos arreglos orquestales y dibujos de piano grandilocuentes pero “¡sin sintetizadores!”, Queen encontró un híbrido preciso y efectivo, en el que cabían oscuridades como Great King Rat y números de cabarute como Killer Queen (su primer hit), la furia eléctrica de Liar, la brillantina de Keep Yourself Alive y el “disco conceptual”. Queen (1973), Queen II, Sheer Heart Attack (1974) fueron los escalones para llegar a A Night..., pero que justo antes de la grabación, con la banda quebrada y en juicio con su agencia de management, parecían conducir más bien al abismo. Mercury, más influido por Liza Minnelli que por T Rex o el Bowie más repintado, no se quedaba en el artificio del rock, sino que apelaba a la amplia gama de artificios de todo género con brillo. May era el artesano, el que tocaba la guitarra que había hecho él mismo, dueño de un estilo que lo separaba de todos los guitar heroes de la época. Roger Taylor, un baterista cercano a la ortodoxia rockera, pero ingenioso para buscar musicalidad, afinación y sentido de la oportunidad al tocar. Y un baterista que cantaba, toda una rareza en los ’70. Deacon, pobre, era el nerdo aplastado por semejante trío de personajes, no cantaba, no componía, no hablaba, no se movía en el escenario: recién en los ’80 tendría su momento de gloria con los bajos alla Chic de The Game.
Esa extraña ensalada daría sus mejores resultados desde A Night..., que abrió un fértil período de cinco años: A Day at the Races, News of the World, Jazz, Live Killers y The Game. Pero en 1975 todo estaba por hacerse y el cuarteto apenas podía conservar la confianza. “Estábamos en graves problemas financieros, endeudados, con problemas contractuales”, cuenta May en el DVD. “Acudimos a John Reid, que había sido manager de Elton John, y nos dijo ‘yo les arreglo los problemas, ustedes vayan y hagan el mejor disco que se haya escuchado nunca’. Y sí, creo que fue un quiebre. Teníamos una confianza en nosotros mismos realmente insana.” Roger Taylor recuerda el momento en que, tarde en el estudio, vieron la película de los hermanos Marx, y May se explaya: “El título era muy bueno porque tenía mucho que ver con el contenido. Fue una decisión espontánea, y después aparecieron un montón de paralelos..., lo genial de A Night at the Opera es que nos fuimos dando cuenta de qué clase de pinceles teníamos en las manos. No fue de pronto, porque en Queen II hay un montón de indicios de esas expediciones barrocas. Amábamos el estudio, lo considerábamos un lienzo infinito. Era un gran momento, había mucho equipamiento nuevo: tuvimos acceso a la primera mesa de 16 canales, la primera de 24..., teníamos herramientas grandiosas en las manos, y la voluntad de usarlas. Una vez que tenés el juguete y sabés cómo utilizarlo, dejás que tu imaginación se dispare”.
La imaginación se disparó, sin dudas. Queen suele llevar adosada la etiqueta de “barroco” (y no sin razón), pero A Night at the Opera sólo se zambulle en ese terreno con Bohemian... y también The Prophet Song, otra compleja arquitectura de armonías vocales matizada por una versión en juguete de un instrumento japonés, el koto, que en el clip de la canción se ve por primera vez. Pero el disco transita el rock más sanguíneo en la apertura de Death on Two Legs (evidentemente dedicada a su ex manager), Sweet Lady y I’m in Love with My Car, el típico numerito salvaje de Taylor, dedicado a un plomo que amaba los fierros. Y se codea con el jazz a través de los acordes de guitarra y el ukelele de May en Good Company o la juguetona sección de vientos dixie (realizada con las voces) en Seaside Rendezvous, y ensaya un paso de varieté en Lazing on A Sunday Afternoon, y se acerca al folk en ’39, y juega con el pop en You’re My Best Friend, y reformula God Save the Queen para guitarra distorsionada, y entrega una balada perfecta como Love of My Life, la canción que, nunca editada como single, llegaron a cantar miles y miles de personas en cada estadio lleno.
“Cuando no tenés nada, apostás todo. Queríamos hacer cosas mejores con la armonía vocal, como lo hacía Yes, pero combinado con la brutal, maravillosa y pesada influencia de Led Zeppelin”, detalla Taylor, pero se queda corto. Hasta que llegó la brutal decadencia de Hot Space en 1981, Queen mostró una versatilidad y un dominio de lenguajes musicales y de escenario que diluye todo comentario sarcástico sobre su aparente aparatosidad. ¿Rapsodia bohemia es un elefante que parece durar más que sus 6 minutos reales? Es una manera de verlo, pero es imposible abstraerse de su compleja elaboración, imposible no recordar al dedillo su opereta central (recordar la histórica escena de Wayne’s World), imposible no dejarse llevar por ese crescendo que estalla en el rock final. Versionada por infinidad de intérpretes, desde el punk que buscaba reírse de Mercury hasta el California Guitar Trio, el oscuro y deforme Weasel Walter (en un disco llamado Queen escuchado a través de una picadora de carne), el Rap, soda y bohemia de Molotov, la Royal Philarmonic Orchestra, Bad News –una banda tipo Spinal Tap– o el San Francisco Gay Men’s Chorus, ese capricho surgido de los “mundos imaginarios que Freddie tenía en la cabeza” (May dixit) marcó toda una época y le puso a Queen definitivamente la corona.
Después está todo lo demás, lo que la industria gusta remarcar: A Night at the Opera fue grabado por sólo 45 mil libras y vendió por millones, Bohemian Rhapsody estuvo nueve semanas consecutivas al tope del chart británico y volvió a ser número uno gracias al soundtrack de El mundo según Wayne, el aniversario llega con el grupo nuevamente en actividad. Pero mejor ni hablar de ese híbrido con Paul Rodgers, los tropiezos del grupo a partir de los ’80, el triste final de Freddie, aquello que excede el marco de esa obrita que, treinta años después, sigue brillando. O, como escribió Mercury en su rapsodia inoxidable: “¿Esto es la vida real, o fantasía? De cualquier modo, el viento sopla y realmente no me importa”. Una noche en la ópera, un lugar en la historia.

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