En 1978, despuĂ©s de Animals y antes de la magistral The Wall, David Gilmour publicĂł su primera placa solista. TenĂa 32 años, 11 con Pink Floyd y la necesidad –evidente en temas como I can’t Breathe Anymore o So far Away– de refugiarse en el despojo de algunos pasajes pasados del grupo. Tal vez en More (1969) o en Obscured by Clouds (1973). Su debut, entonces, fue visto como una bajada a tierra, como un reparo ante las complejidades bellĂsimas y dramáticas que Roger Waters le venĂa imprimiendo al grupo, al menos desde Wish you were here (1975).
Seis años despuĂ©s, con el desgajamiento de Floyd tras la hecatombe post The Final Cut, apareciĂł su segundo disco –About Face– en el que, además de sus pretensiones de esplendor y sencillez –Love on the Air, Out of the Blue–, coqueteaba con el reggae a travĂ©s de Murder, y anticipaba, de alguna manera, cĂłmo sonarĂa el nuevo Pink Floyd bajo su comando –el de A momentary Lapse of Reason (1987) o The Division Bell (1994)– con Until we Sleep y Let’s get Metaphysical. Por una u otra razĂłn, lo cierto es que ambos discos llevaban implĂcitas las huellas digitales de uno de las bandas más importantes de la historia del rock. Hoy, 22 años despuĂ©s, su rumbo parece haber mutado. Quienes quieran encontrar reminiscencias floydianas en On an Island (Sony), van a tener que esforzarse un poco más. Ir a su letra chica.
Producido por Phil Manzanera, Chris Thomas y el mismo Gilmour, y con un elenco musical de lujo –David Crosby, Graham Nash, Robert Wyatt y su eterno compañero Richard Wright, entre ellos–, On an Island arranca con esos viajes volados y onĂricos que sĂ lo emparientan al pasado. Castellorizon es el ejemplo más preciso. Como en el Floyd de los noventa, uno de los guitarristas con más feeling del mundo empieza su viaje con una composiciĂłn instrumental llena de matices, que pegan directo en el alma. EtĂ©rea y mágica, opera como el primer engaño a los sentidos –para quĂ© está la magia, si no–. El tema que da tĂtulo al álbum asume un perfil melancĂłlico detectable hacia atrás, principalmente por la transparencia de sus notas, que destituyen cualquier mundana frivolidad humana. Hasta Red Sky at Night, donde llega la letra chica que hay que leer si se es un ortodoxo de la banda originada en Londres. Pero el Gilmour nostálgico y reminiscente tiene un lĂmite. A partir de The Blue, el sesentañero maestro del slide guitar –investido Caballero del Imperio Británico hace tres años– abre la puerta de sus cuerdas a un mundo distinto. De desafĂo y originalidad. De desprendimiento premeditado.
Un caso es el de Take a Breath. Amparada en una base rĂtmica densa y sostenida –Guy Pratt en bajo y Ged Lynch en baterĂa–, es un experimento que, a no ser por el toque inexcusable de su distorsiĂłn, no reconoce antecedentes fáciles. Otro, más tangible aĂşn, es el de This Heaven. Compuesta a dĂşo con Polly Samson, es casi una zapada de blues –con los reparos del caso, claro– en la que Gilmour empuña el bajo para improvisar ligándose con el Hammond cuasipurpleano de Georgie Fame, las teclas de Manzanera y el touch justĂsimo de Andy Newmark en baterĂa. Inquietudes rockers que este hombre oriundo de Cambridge viene teniendo, tal vez, desde aquel show junto a Pete Townshend en Nueva York (1983), un pirata que aquĂ se desparramĂł como pĂłlvora en plazas y ferias. Pero quizás la mayor rareza para oĂdos ortodoxos sea Then I Close my Eyes, una pieza exquisita, con arreglos finos, sutiles y aires folkies, que lo muestran como un descubridor de la tradiciĂłn autĂłctona británica. Smile, track 8, es otra divinidad –un elixir para el espĂritu– que se ubica en los antĂpodas del desconsuelo de The Wall. Igual que la orquestada A Pocketful of Stones, donde Gilmour se revela como multiinstrumentista y el trabajo de Leszek Mozdzer en piano resulta impecable.
On an Island, en suma, muestra cuán lejos está hoy el aura doliente de Pink Floyd de las intenciones de una de sus piezas clave. Si el grupo que durante 15 años se sostuvo –como pudo– con ese genio inestable, depresivo y enormemente talentoso que es Roger Waters, intentĂł ser la banda sonora de lo negro del mundo, este Gilmour –aunque sin perder la esencia– contrasta aquel tormento con notas nĂtidas, emotivas, dĂłciles, blancas, que abrigan una enorme esperanza. Vale la pena.
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