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Miércoles, 6 de julio de 2011
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Barenboim festeja los 60 años de su debut con tres discos simultáneos

Música para un gran relato

Al frente de la West-Eastern Divan Orchestra y como pianista, solo y con la Staatskapelle de Berlín, el gran intérprete traza un mapa que va de Chopin a Tchaikovsky y Schönberg, signado por su poderosa mirada analítica.

Por Diego Fischerman
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Daniel Barenboim es un intérprete de gran personalidad.

Uno de los ejes que sostiene la idea del valor musical, a lo largo de la tradición que se cristaliza en el Romanticismo alemán, es el del Gran Relato. El tema que se construye con motivos, el arco que une esos temas, el desarrollo que los fragmenta, los varía y los resignifica. Y, además, la relación entre distintos movimientos de una obra y, más allá, entre distintas obras. Las nueve sinfonías de Beethoven o sus 32 sonatas para piano inauguran una clase de discurso en que ya no se trata de obras, sino de Obra, donde, como si se tratara de piezas de un complejo universo, cada una de las composiciones es apenas una parte del entramado. Un programa de concierto y un disco trabajan, consciente o inconscientemente, con esa misma idea. Si hay un músico que encarna, en la actualidad, esa visión totalizadora de la música es Daniel Barenboim. Y lo acaba de poner en escena no con un disco, sino con tres. Y la simultaneidad obliga, en algún sentido, a pensarlos como unidad.

El pretexto –o la oportunidad comercial– es el sexagésimo aniversario de su debut. La consecuencia más inmediata fue la firma de un contrato millonario con la compañía que, por tradición, sigue siendo un punto de referencia en el mundo de la música clásica: Universal, hoy propietaria de Deutsche Grammophon y Decca. Dos discos dedicados a Chopin en el primero de estos sellos, donde actúa como pianista (en un caso solo y en otro junto a una de las orquestas que dirige, la Staatskapelle de Berlín) y otro en el segundo, conduciendo a la West-Eastern Divan Orchestra en un programa que va de la Sinfonía Nº 6, Patética, de Piotr Ilich Tchaikovsky, a las Variaciones para orquesta de Arnold Schönberg, son los puntos entre los que se despliega un mapa al que su manera de interpretar otorga una deslumbrante coherencia. Y es que en este caso es imposible no referirse a su Chopin y su Tchaikovsky.

El acento de Barenboim está puesto en las relaciones acórdicas y su acercamiento al Romanticismo tiene siempre más que ver con las tormentas que con la melancolía o la contemplación. En la grabación de su recital de Varsovia, donde toca, entre otras obras, la Fantasía en Fa menor Op. 49, el Nocturno Nº 8 in Re Bemol Mayor Op. 27 Nº 2 y la Sonata Nº 2 en Sí Bemol Menor Op. 35 aparece un Chopin absolutamente distinto al de la frondosa tradición que llega, en la actualidad, a Argerich, Freire, Goerner o Demidenko. Su Chopin es, en algún sentido, una continuación de su Beethoven. Poderosamente introspectivo, teatral en sus contrastes y siempre más cercano a la exposición de un plan maestro que al juego o la improvisación. La tensión que Chopin establece entre su armonía y formas menores, como el vals y la polonesa, aquí desaparece. Se trata de Gran Arte a la manera alemana. Lo mismo sucede en la interpretación de los dos conciertos, donde la orquesta berlinesa es conducida por Andris Nelsons. Las lecturas son tan magistrales como personales y hasta arbitrarias. Una última sinfonía de Tchaikovsky, ya con la West-Eastern Divan, de formidable expresividad, desemboca en las Variaciones de Schönberg. Como en un teorema, allí la batuta de Barenboim parece decir “es lo que queríamos demostrar”.

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