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Domingo, 15 de mayo de 2011
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Julio Chávez protagoniza El puntero por El Trece

“Necesito construir un espacio que pueda albergarme”

El actor vuelve una vez más a la TV de la mano de Pol-Ka y con Daniel Barone como director. En el programa encarna a un puntero de barrio, pero se desmarca: “Es una ficción cerrada, que no tiene relación con la coyuntura política actual”.

Por Emanuel Respighi
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“Jamás haría un programa que presente una idea de imposibilidad de cambio”, dice Chávez.

Julio Chávez es uno de esos actores que forman parte de otra escuela. No por su edad –al fin y al cabo, el paso de los años no encierra mérito alguno–, sino por su manera de ser, tanto en relación con el trabajo como en el aspecto humano. En tiempos de popularidad fugaz y egos inflados a presión, el reconocido actor sobresale por su trato amable y respetuoso, pero fundamentalmente por la seriedad con la que encara cada proyecto que emprende. “Si no me comprometo con lo que hago, siento que traiciono no sólo a mis compañeros, al público y al productor, sino también a mí mismo”, subraya, como una declaración de principios irrenunciable, propia de su naturaleza. Ese compromiso con el que se entrega al arte de actuar, enseñar y dirigir desde hace más de 30 años excede incluso a su profesión, extendiéndose al diálogo con Página/12 con motivo del estreno de El puntero, la ficción de Pol-Ka que debuta esta noche en El Trece, en un novedoso formato de emisión, desdoblado los domingos y miércoles a las 23. A Chávez no le da lo mismo cualquier cosa. Basta verlo pensar y dialogar largo y tendido con Daniel Barone, el director de la ficción, sobre la próxima escena para comprender hasta qué punto el actor pone en práctica la única manera de trabajar que concibe. Le dedica más de media hora de producción y ensayo a una escena en apariencia simple, que en pantalla no durará más de 15 segundos: su personaje, Pablo Perotti, sale de una parrilla hablando por celular. “Clarita, quiero que vengas a casa. Necesito hablar con vos”, es todo lo que dice. Evidentemente, detrás de esa simpleza que el espectador percibe en pantalla se esconde un mecanismo lógico y coherente de engranajes en red que no se ve pero que termina de darle forma a la trama de El puntero, y que hace que cada programa en el que Chávez participa se transforme en un gran lujo para la pantalla chica. Cumplido su trabajo actoral, el actor se preocupará de que haya tiempo suficiente para la producción fotográfica de la nota, por el lugar más adecuado para realizar la entrevista y por preguntar cómo andan las cosas del cronista, que por la insistencia suena menos a compromiso que a real interés de quien le importa lo que le pasa al otro. Ni falsa modestia ni la humildad de los grandes: simplemente humanidad.

El regreso de Chávez a la TV con El puntero refuerza el reencuentro que el actor, de extensa trayectoria y formación teatral, tuvo con el medio. Después de una década afuera de la TV (lo último que había hecho era Archivo negro en 1997), el actor se reencontró con los televidentes en las dos temporadas de Epitafios, la genial serie policial de HBO, y en Tratame bien, el unitario en el que compartió cartel con Cecilia Roth en El Trece. Esos pasos dados tienen una única razón de ser: en todos los casos las ficciones fueron producidas por Pol-Ka, con el mismo equipo. El puntero no será la excepción. “Me siento cómodo trabajando con esta producción. La TV ofrece experiencias de trabajo de todo tipo. La mía con Pol-Ka, con Barone como director y con el equipo de producción de Diego Andraznik hace que ante cada propuesta que provenga de ellos un 50 por ciento de mi ‘sí’ esté dado. Tener la posibilidad de trabajar como a mí me gusta me permite construir un encuentro estupendo con la TV”, confiesa el actor.

–¿Y cómo es esa forma en la que le gusta trabajar?

–Me gusta trabajar de una manera: que se respeten mis tiempos, poder aportar mis ideas, trabajar en equipo con seriedad, mantener el buen trato general, combinar en la cotidianidad la alegría y la exigencia, y que pueda traer a mi coach.

–No parece una forma de trabajo tan particular.

–Lo que pasa es que la rapidez, el nervio, la desidia hacen que muchas veces las condiciones más elementales de trabajo no se cumplan. Está muy instalado el concepto de no esmerarse porque siempre la TV tiene la culpa. Y la TV es un hecho artístico que hacemos nosotros. No entiendo esa cosa simplista de no esforzarse porque es tele. Ese es un preconcepto justificatorio. Cada espacio tiene sus características, pero creo que los humanos tenemos la posibilidad de medir fuerzas para modificar la tendencia de un medio.

–¿Y por no ver esa actitud frente al trabajo fue que se alejó durante una década de la TV?

–Se fue dando. Me convocaban, pero sentía que en ese momento era más reconfortante lo que me daban el cine, el teatro, mis clases y la pintura. No estuve en la TV porque no me llegaban propuestas que me dieran ganas de hacer. No me interesa hacer TV por el hecho de hacer TV. A mí me mueve el proyecto, no tanto el medio. Soy de aceptar aquellos proyectos en los que me dan ganas de involucrarme. Y recién me interesó una propuesta cuando me llegó la idea de Epitafios, e hicimos la primera temporada, después la segunda... Y vino Tratame bien y tampoco pude decir que no. Tengo un vínculo de extrema admiración por Daniel Barone. Siento una hermandad en el trabajo con él. Me gusta el termómetro que tiene sobre los vínculos humanos. Lo respeto, me gusta su mirada, su punto de vista, esa mezcla de sentido común, humanidad, conocimiento, oficio: son ingredientes que comparto y me transmiten confianza para actuar. No soy una persona muy confiada. Necesito construir un espacio que pueda albergarme.

–Y cuando lo encuentra, ¿es de entregarse totalmente como actor a un director? ¿O por su formación le cuesta limitarse a actuar nada más?

–Cuando tomo la decisión de dejarme dirigir, yo mismo me ocupo de acatarla. De hecho, he rechazado proyectos porque sentía que iba a transformarme en un palo en la rueda del director. Y eso no está bien: el director debe hacer su obra y lo que el actor hace es una prestación de servicio. La figura del director me parece fundamental, y mi prestación de servicio es con el director. Pero tampoco el director me parece una figura en la cual no me pueda pensar. Si veo que puedo aportar algo, o pensar conjuntamente a una idea, lo hago.

–Tiene una larga trayectoria y formación teatral. ¿Qué encuentra en la TV que no le dan el teatro o el cine, además de popularidad?

–La posibilidad de dar la batalla de que finalmente no haya diferencia de espacios. Hay cuestiones técnicas y estratégicas que diferencian al cine, la TV y el teatro, pero como espacios de expresión interpretativa, para mí no tienen diferencias. Pensar la entrega actoral diferenciada por espacio es como hacer papas fritas diferentes para un cónsul y para un plomero. Yo hago papas fritas. Lo que me gusta de la TV es ganarle a esta idea abstracta que se tiene de ella: hacer una escena y no saber si la estoy haciendo para la TV o el cine. Me gusta la posibilidad de ganarle al punto muerto televisivo. Trabajo para que las escenas estén bien. Pero no “bien para la TV”: que estén bien porque en su búsqueda transmiten algo.

–Ganarle a la idea de que la TV es la hermana menor del teatro o el cine.

–En esa mirada descansa la ignorancia, se cubre en ella. No juguemos a que no se puede hacer; juguemos a que se puede hacer. Siempre nos preparamos para que nos digan que no. ¿Y si alguna vez nos preparamos para cuando nos dicen que sí? Soy de los que piensan que siempre se puede hacer algo mejor. El problema es saber si todos pueden hacerlo. ¿O directamente están tan acostumbrados al sistema y saben que la puerta no la van a voltear que ya ni siquiera saben dónde está la llave para abrir?

–¿Pero no es ésa una lucha quijotesca ante la maquinara televisiva?

–Hay que prepararse para cuando se puede. Si perdés las esperanzas, es doblemente difícil. Me gusta ganarle al sino anticipado inevitable que pareciera tener la TV. Se ha demostrado que no es así. No se puede hacer en cada capítulo una obra de arte, como tampoco cada función de teatro lo es, o cada película tampoco. Tengo una idea y un compromiso acerca de mi expresión. Estoy comprometido con mi actor. No lo entrego fácilmente. Es mi criatura. Donde sea, intento establecer conmigo y con el espacio un vínculo de seriedad, que es la manera que tengo de respetar el compromiso que establecí con la actuación.

Política, ficción y compromiso

En su nueva incursión televisiva, Chávez se pondrá en la piel de Pablo Perotti, una suerte de puntero político de una comunidad, capaz de conseguir cualquier cosa para ayudar a los vecinos necesitados; incluso ensuciarse las manos con coimas y negocios non sanctos. Entre sus laderos, Perotti contará con Levante (Luis Luque), un hombre parco pero capaz de hacer temblar a todos cuando se altera, y Lombardo (Rodrigo de la Serna), quien se encarga de las movilizaciones. La trama escrita por Mario Segade ganará atracción dramática a partir de que Perotti decida dejar la segunda línea de acción política para competir por la intendencia de la ciudad. Detrás de sus ambiciones políticas, Perotti también intentará recuperar a Clarita (Gabriela Toscano), su único y gran amor, perdido bajo el barro de su militancia. “Mi personaje –define el actor– es una construcción de muchos ingredientes. Es un hombre muy apasionado, temperamental, un ser humano muy reconocible en la especie humana. Tiene algo de líder, de jefe de manada, algo de idealista... Es alguien que sabe que no ejerce la Constitución de una manera pura, pero también es consciente de que si quisiese ejercerla de una manera pura no podría llevar a cabo su propósito social. El es de los que suponen que, cuando pueda, va a dejar de hacer las cosas mal, pero que por ahora debe transar con eso.”

–¿Pero es un personaje que persigue un fin noble y colectivo?

–Esta construcción, Pablo Perotti, es un idealista. No es un ideólogo ni un hombre que busca el enriquecimiento propio. Recibe coimas, se ensucia las manos, pero no para provecho personal, sino para que las cosas se hagan. De todas maneras, él no devuelve ese dinero sucio. “¿Y qué querés que haga? De algo tengo que vivir”, dice el personaje. Ese “qué querés que haga” es un problema que nos salpica a todos y a mí personalmente me conmueve. Es un problema de lo humano, de lo básico. Nadie se despierta pensando que va a cagar a todo el mundo. Algo pasa que cuando me acuesto y pienso sobre lo que hice, saco la conclusión de que algunas cosas que hice no estuvieron bien. Y es ahí donde la condición humana y la social nos ponen en un “qué querés que haga” complejo.

–¿Desde ese lugar es que el programa no sólo interpelará a quien lo vea como televidente, sino también como ciudadano?

–Eso dependerá de quién lo mire, pero es una posibilidad. El programa no tiene esa pretensión, pero tampoco se ocupa de no tenerla. Cada televidente terminará de darle sentido al programa. Es la ley del juego: uno expresa algo y el otro lo recibe y lo procesa. Así que es posible que algunos se sientan interpelados, otros lo tomen como una provocación y otros vean el programa como una ficción entretenida.

–El puntero tiene un registro realista que volverá verosímil la trama.

–Es una ficción que intenta construir una mentira con verdad. El puntero del programa no toma ningún modelo real, sino que es una suerte de Frankenstein, armado con partes o facetas de todo tipo, porque el cuento lo amerita. Es un hombrecito, que es tan cristalino que no puede acceder a la zona oscura de la administración política. Está muy expuesto, es políticamente incorrecto, es temperamental, y eso en política es un inconveniente. Pablo dice siempre lo que piensa, sin filtro.

–¿Y eso lo redime?

–No, lo ubica en un lugar que incluye a la sociedad. Uno puede sentirse hermanado. El programa no se ocupa de condenarlo, sino de mostrar un fenómeno. Porque desde el momento en que lo condenás, matás al objeto del programa. El programa muestra que el tipo agarra guita y se la esconde. Pero se ocupa de que eso no sea algo alejado del televidente.

–¿La trama de El puntero tiene un trasfondo político para hablar de los vínculos humanos, o viceversa?

–La trama establece una especie de red que cualquier movimiento en cualquiera de esos dos ejes resiente al del otro. Es una suerte de sistema de espejos, que impide que lo que sucede se vea únicamente desde el plano político, o sólo desde el plano afectivo. Las relaciones sociales y la actividad social están tan enraizadas que tocando un aspecto el otro se mueve. Perotti no diferencia entre vida privada y pública. Su vida privada es su hacer en el barrio.

–La figura del puntero tiene históricamente una connotación negativa. Que el programa se estrene en un año electoral y en medio de cierto despertar político de la juventud, ¿no cree que hará que El puntero pueda ser visto como una acción antipolítica interesada?

–El programa no tiene esa pretensión. Es una ficción que está encapsulada desde hace cinco años. Creo que el estreno este año tiene que ver con una industria, con una cuestión comercial, con una estrategia artística: está bueno largar un programa de estas características ahora porque puede atraer audiencia. Esos no son mis temas. Pero no creo que el ciclo tenga una intencionalidad política. Lo que produzca un fenómeno ficcional es impredecible, porque responde a la manera en que el otro lo recibe. Las intenciones no son ésas. El programa interpreta algo de la perdición humana más que de la condición del puntero. El puntero del programa es presentado como una de las posibilidades de lo humano. No queremos aleccionar a nadie. No es un programa de educación cívica. Por el contrario, es un programa humanitario que refleja algunas cosas que los humanos hacemos, como nuestras reacciones violentas. O como nuestra necesidad sanguínea de añadirnos a un fenómeno de masas, al poder de un colectivo, a conformar una tribu para protegernos, para sostenernos y sobrevivir, cometiendo actos justificados en función de esa supervivencia colectiva. Ese es un hecho muy primario y sumamente humano. El programa no pretende mostrar cómo trabajan los punteros ni hacer una definición o juicio de valor sobre ellos.

–El tema es que el conflicto explícito entre el Grupo Clarín y el Gobierno no es un dato que pueda pasar inadvertido a la hora de pensar las motivaciones de El puntero.

–Por eso me ocupo de borrar cualquier guiño de la trama que el televidente pueda reconocer como contemporáneo en el ataque a las instituciones, ya sea al Gobierno o a los sindicatos. No aparecen, pero si se llega a suponer que algo de la ficción remite a la realidad contemporánea, tratamos de borrarlo. Es una ficción cerrada, que no tiene relación con la coyuntura política actual. El único nombre de un político real que aparece es el de Menem, pero porque ya es un signo de una época.

–¿Cree que el programa deja un mensaje positivo sobre la política?

–Jamás haría un programa que presente una idea de imposibilidad de cambio. Creo que todo se puede cambiar; al menos, lo que compete a los hombres, el pensamiento y las acciones. El puntero muestra una parte de cómo somos. A mí me interesa hablar sobre el hombrecito y lo fallado que está; el hombre que va, finalmente, a su inevitable destrucción, enceguecido por una idea, atravesado por un lenguaje social que lo condiciona y hasta lo determina.

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