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Martes, 24 de abril de 2012
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La serie descansa excesivamente en la figura de Mirtha Legrand

Almuerzan hoy con La dueña...

La nueva ficción de Telefe desaprovecha un elenco notable al convertir la trama en un vehículo para el lucimiento de la diva televisiva. Que no se distingue precisamente por ser una gran actriz, y así termina limitándose a hacer de sí misma.

Por Emanuel Respighi
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El personaje de Legrand busca investigar quién es quién en una familia a la que apenas conoce.

Contar con una primera figura siempre es un aspecto, a priori, positivo para cualquier programa. La capacidad de atracción de televidentes que tienen las privilegiadas y contadas estrellas de la TV local suele ser un plus con el que sueña cualquier programador, productor o guionista. Más allá de ideologías, guste o no, Mirtha Legrand es –sin dudas– una de las figuras más destacadas de la pantalla chica. Más por su perdurabilidad y omnipresencia en la TV que por su capacidad de convocatoria. Sin embargo, la presencia de una protagonista tan fuerte en un ciclo –sea éste de ficción, periodístico o de entretenimientos, lo mismo da– cuenta con el riesgo de no poder escapar a la misma figura que lo encabeza, dejando todo librado a lo que la estrella haga o deje de hacer. Algo de eso es lo que ocurre con La dueña (miércoles a las 22.15), la ficción que Telefe estrenó la semana pasada y cuya historia gira excesiva y exclusivamente alrededor del personaje que interpreta Legrand.

Según lo que se desprendió del debut de la coproducción de Endemol y Telefe, La dueña no es una ficción protagonizada por Legrand, sino que está mucho más cerca de ser el programa que le diseñaron a Legrand para su lucimiento. El guión de Marcelo Camaño (Montecristo, Vidas robadas, Televisión x la identidad) no pudo escapar, nunca, a la figura de la “diva”, la cual parece haber eclipsado no sólo a los libros, sino también a la dirección de los actores. La dueña no puede trascender a Legrand, que absorbe y condiciona (¿digita?) a cada uno de los engranajes de la ficción. Es verdad conocida en el medio que las ficciones que suelen marcar una época, o al menos atrapar a una porción significativa de audiencia, son aquellas que se construyen a partir de una historia bien contada. La trama debe ser la vedette; no un actor o actriz. Mucho menos si quien debe protagonizar la ficción no se destaca por ser (o haber sido) una gran actriz, tiene tantos detractores como admiradores y hacía 46 años que no actuaba. Considerando estas cuestiones, no es de visionario suponer que los impresionantes 29,5 puntos de rating que promedió el debut de La dueña serán difíciles de sostener si la trama no se despega de su –hasta ahora– razón de ser.

La dueña cuenta la historia de Sofía Ponte, la propietaria de una empresa de productos cosméticos de alcance mundial. Fría y calculadora, a la sombra del imperio crió a una familia en la que nadie es lo que parece. El conocimiento de que alguno de sus familiares quiso atentar contra ella la hace urdir un plan para descubrir quién es quién en su círculo cercano. Claro que ese juego manipulador tomará impensados rumbos cuando, lejos de lo que suponía en principio la matriarca, habrá circunstancias que escapen fuera de su control. A partir de esas sospechas y revelaciones, la trama de La dueña toma el rumbo de una historia familiar de poder, lealtad, secretos y traiciones.

Conformar una historia alrededor de un único personaje/actriz es, además, un pecado doble, que en La dueña se relacionan directamente. El más visible es que al recaer el peso de atracción pura y exclusivamente sobre un único personaje, se deja atado el éxito del programa a una única línea de la historia. No hay plan B ni posibilidades de abrir mucho el juego ante la omnipresencia de Sofía Ponte. Una decisión que desaprovecha un gran elenco, entre los que se destacan Claudia Lapacó, Jorgelina Aruzzi, Carlos Portaluppi, Raúl Taibo y Federico D’Elía. Y el segundo error es que esa idea tiene más chances de que funcione si se está ante una gran actriz, capaz de componer personajes complejos y con matices. Ese tipo de intérpretes tienen la riqueza de sorprender y conmover a los televidentes a lo largo del tiempo y las circunstancias del libreto. En La dueña la historia recae sobre los hombros de Legrand, en un personaje que puede pensarse hecho a su medida, pero que carece de composición: Legrand o hace de sí misma o actúa hacer de ella. Esa dualidad de registro provoca que en ocasiones sobreactúe las situaciones y en otras directamente aparezca la mediática de cuarenta años de almuerzos. En cualquier caso, ninguno de los dos registros ayuda al desenvolvimiento de una historia que, intentando compensar la falencia, abusa de música incidental para crear los climas.

Y eso no es todo. Mucho más entorpece al “contrato de lectura” la constante autorreferencialidad de la que se vale La dueña, siempre girando alrededor de la vida y obra de Legrand. En el primer capítulo, el morbo cumplió su papel cuando Sofía se lamenta por no poder contar con su hijo y su marido muertos, grita un estentóreo y forzado “¡Mierda, carajo!”, y hasta se dice ser una “vendedora de fantasías”. Un cruce explícito entre la realidad y la ficción que, por su abuso, termina atentando contra la necesidad de que los televidentes “se dejen llevar” por la historia. Superada la gracia inicial, el exceso de guiños es pan para hoy y hambre (televisivo) para mañana. Algo que quienes están detrás de la producción seguramente conocen, pero que habrá que ver si pueden poner en práctica. Por ahora, La dueña no es más que el programa de Legrand.

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