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Miércoles, 5 de octubre de 2016
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Crisis in Six Scenes, una serie de Woody Allen

La revolución y todo lo demás

El director de Annie Hall acaba de estrenar en los Estados Unidos una serie de seis episodios de 25 minutos cada uno, escrita, dirigida y protagonizada por el mismo Woody de siempre, en la que vuelve a apelar a sus viejas fórmulas ya fatigadas, aunque todavía eficaces.

Por Ezequiel Boetti
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Allen en el primer episodio, pidiendo a su peluquero un corte a la manera de James Dean.

Los créditos iniciales despliegan la nómina de actores, actrices, técnicos y productores sobre un fondo negro. No suena un tema de jazz ni un aria de ópera, pero el nombre al que se le atribuye la dirección y el guión valida aquello que la elección de la tipografía Windsor hacía presuponer: Crisis in Six Scenes es una creación de Woody Allen y esa es la primera de las tantas recurrencias de su obra que se repetirán a lo largo de los próximos 150 minutos. ¿150 minutos? ¿Desde cuándo un cultor de los dos dígitos de duración se despacha con una película de dos horas y media? Bueno, la máxima novedad que entraña Crisis… en la trayectoria del director de Annie Hall, La rosa púrpura de El Cairo y Crímenes y pecados es que no es una película, sino su debut en el cada vez más voluminoso, atrapante y riquísimo universo de las series. El responsable del cambio de pantalla es el sitio de streaming de Amazon, que produjo y, desde el viernes 30 de septiembre, alberga los seis episodios de entre 23 y 25 minutos que componen la última aventura alleniana.

Aventura también será verla desde acá, al sur del sur de Río Bravo: Crisis… no está disponible legalmente porque Amazon Video no funciona en la Argentina –solo puede verse “oficialmente” en Estados Unidos, Reino Unido y Alemania– y no fue comprada por ninguna señal televisiva. La solución es –como casi todo en el mundo 2.0– esperar primero y descargar después: ya el fin de semana un alma caritativa se había encargado de subir todos los episodios y al cierre de esta nota otros tantos ponían los primeros subtítulos en inglés. Será cuestión de días para que aparezcan traducidos al español, a disposición de quien quiera buscarlos. Nada demasiado complejo o que la asistencia de un buen tutorial de Youtube no pueda solucionar.

El propio director ha reconocido más de una vez que su adaptación a las particularidades del formato episódico no fue del todo fácil. “He estado batallando con la serie en casa. Nunca debí haberme metido en ella. Pensé que sería más fácil. Uno hace una película, que es una cosa grande y larga, y cree que lo demás podría ser pan comido. Pero no: es muy, muy difícil”, había dicho en el Festival de Cannes, donde el estreno mundial de su último largometraje, Café Society, sirvió de gala de apertura. “No sé cómo me metí en esto: no tengo más ideas y no estaba seguro de cómo empezar”, se sinceró en aquella conferencia de prensa. Quizá por eso mismo es que nadar en un mar de torrents, archivos .srt y Media Player sea la única aventura que esta serie pueda ofrecer al espectador. El resto es un poco más del Allen de la última década y media: en piloto automático, cómodo en la levedad y en sus obsesiones y temas predilectos, con la chispa algo gastada pero en ocasiones todavía explosiva y con la misma cantidad de veneno que una cobra desdentada.

El primer episodio comienza con una secuencia de imágenes de archivo que sitúan el relato a mediados de los 60, pleno furor del hippismo y las protestas contra la Guerra de Vietnam. El neoyorquino deja de filmar ciudades europeas, fiestas y vestidos para concentrarse en la clase media urbana e ilustrada que tanto le gusta. Sidney Munsinger es un digno exponente de ese universo. Interpretado por el propio Allen con su habitual neurosis y gestualidad exacerbada, su presentación es pidiéndole a su peluquero un corte parecido al de James Dean y contándole acerca de su incursión en el universo televisivo gracias al encargo de la escritura del guión de una serie. En casa espera su mujer Kay (Elaine May), una psicóloga que pasa sus días escuchando los pesares de parejas desconocidas. El núcleo dramático es la irrupción en plena madrugada da la veinteañera Lennie Dale (Miley Cyrus) en la casa de los Munsinger.

Ella está prófuga del FBI, milita en un violento grupo revolucionario (“Para hacer un omelette, hay que romper los huevos”, metaforiza una y otra vez) y tiene ideas marxistas. Fanática del Che Guevara, Mao y Fidel Castro, es un polvorín capaz de explotar en medio de ese entorno cómodamente asentado en un progresismo que difícilmente pase de los dichos a los hechos. O al menos así es hasta que ella le recomienda libros de Mao a Kay, le convida marihuana a un atildado vecino o involucra a todos en un complejo operativo de entrega de dinero. Lo que sigue es una pequeña –en términos de producción y alcance– comedia de enredos y malentendidos, con choques generacionales e ideológicos, un sinfín diálogos veloces que entrecruzan referencias políticas e históricas con la típica cosmovisión sobreanalizada de Allen y un absurdo generalizado que felizmente, y a diferencia de varias de sus películas de los últimos años, nunca se encauza hacia el lado de la moraleja obvia ni la bajada de línea.

A algunos críticos norteamericanos lo anterior no les pareció suficiente –o piensan que Woody sigue siendo el mismo de siempre, el que alguna vez fue– y le pegaron duro. La reseña de Mike Hale para The New York Times habla de un producto “rápidamente olvidable” y “especialmente decepcionante” si se tiene en cuenta la influencia que los films de Allen han tenido en programas como Louie y Transparent, dos de las máximas responsables del viraje hacia la oscuridad y el cinismo que la comedia televisiva pegó en los últimos años.

Desde unos 300 kilómetros más al norte, más precisamente desde el Boston Herald, Mark A. Perigard opina que la serie demuestra que “Allen ha estado haciendo este mismo tipo de humor durante 50 años”. Y es así, con todo lo bueno y lo malo que conlleva la apelación a una fórmula con infinitas pruebas encima. A fin de cuentas, y como dijo Robert Blanco en USA Today, la serie de Woody no muestra a un “Allen en todo su esplendor ni en su momento más serio y contemplativo como artista”, pero sí a un director capaz construir “una comedia ligera” cuya conclusión es “satisfactoriamente divertida”.

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