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Sábado, 13 de junio de 2009
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Big Bang Love y El club de los suicidas

Dos cumbres del “eroguro”

Corriente estética desarrollada en Japón, el eroguro se caracteriza por aunar lo macabro, lo erótico, lo absurdo y lo grotesco. Los films de Takashi Miike y Sono Sion recién editados son ejemplos inmejorables.

Por Horacio Bernades
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En Big Bang Love, la cárcel parece la abstracción de un sauna.

Con el nombre de eroguro se designa cierta corriente estética desarrollada en Japón, a partir de la posguerra. En un marco visiblemente artificioso, el eroguro se caracteriza por aunar lo macabro, lo erótico, lo absurdo y lo grotesco. El neologismo surge de la contracción entre erótico y grotesco, y dentro de esa corriente entra, completa, la obra de Sion Sono, varias de cuyas películas se vieron en distintas ediciones del Bafici. Una de ellas, y de las más impactantes, es Suicide Club, que la semana próxima editará SBP, con el título El club de los suicidas. Por una rara coincidencia, el sello 791 Colección viene de lanzar una de las más recientes de otro notorio cultor del extremismo nipón. Se trata de Takashi Miike, cuya Big Bang Love, que acaba de editarse, también pudo verse, un par de años atrás, en el festival porteño. Eroguro puro y duro, entonces, en videoclubes locales.

Lo macabro: metros y metros de cortes de piel humana, cosidos y enrollados, como bobina de celuloide, por algún artesano de gran paciencia. Lo absurdo: que un grupo de chicas y chicos se pongan a celebrar, entre risas, las bondades del suicidio, para tirarse enseguida de la terraza del cole. Lo grotesco: que un ama de casa esté cortando un embutido en la cocina, y junto con el embutido se rebane primero un dedo, luego otro, y siga viendo la tele como si nada, toda enchastrada de sangre. Lo que no hay mucho en El club de los suicidas es erotismo (para eso está Big Bang Love, como se verá enseguida). La película de Sono empieza con una escena memorable. Cincuenta y cuatro colegialas, todas de pollerita tableada (¿será eso lo erótico?), se reúnen en un andén de tren, puros secretitos y picardía. Cuando el convoy llega se tiran de cabeza, todas al mismo tiempo, como para que no queden dudas de por qué la película se llama como se llama.

El club de los suicidas trata de una epidemia de suicidios, inducida por cierta música que, se sabía, puede llegar a reblandecer cerebros. La novedad es que su poder resultó ser bastante más letal de lo que se suponía. Más detalles no pueden darse. Baste decir que cuando, en un extra que incluye esta edición, Sono se define como punk, es posible entender su odio a cierto pop preadolescente, predigerido y prelavado, que en Japón arrastra masas. Inconcientes, por lo visto, del peligro que corren. Menos dada al eroguro que algunas de sus películas más famosas (desde Dead or Alive hasta su aporte a la serie televisiva Masters of Horror, pasando por Audition y La felicidad de los Katakuri), Big Bang Love es seguramente aquélla en la que queda más a la vista la deuda de Takashi Miike para con Seijun Suzuki, pionero, allá por los ’60, de lo que podría denominarse “cine experimental de género”.

Si en sus películas Suzuki fue capaz de teatralizar el género de gangsters, haciendo uso de encuadres, luces o colores imposibles, algo semejante hace Miike, en la cárcel de Big Bang Love. Básicamente un whodunit –la clase de policial clásico, en el que hay que averiguar quién cometió un crimen–, aquí ese mecanismo importa mucho menos que las típicas deformaciones de puesta en escena practicadas por Miike. Más cerca del teatro Butoh que de Agatha Christie, la cárcel parece la abstracción de un sauna. Entre los internos, vestidos con extraños harapos amarillos, circula una densa corriente homoerótica. Afuera los cielos son rojos y frente a una extraña pirámide cuasi azteca se erige una plataforma espacial, con cohete y todo. La culpa del crimen la tiene cierto extraño fenómeno meteorológico (un arco iris triple), que resulta ser tan letal como la música pop de El club de los suicidas. Sono & Miike, o el experimentalismo nipón de género.

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