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Sábado, 24 de abril de 2010
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El desinformante, de Steven Soderbergh

Claves para no ser un espía

El director de La gran estafa propone aquí una farsa que pone en tela de juicio toda noción de “objetividad”. Un alto ejecutivo, encarnado por Matt Damon, se convierte en informante del FBI en una denuncia contra su propia empresa. Pero nada sucede como debería.

Por Horacio Bernades
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Parece el pelo de Matt Damon, apenas un poco más largo de lo normal y, eso sí, con un batido digno del que últimamente viene luciendo Alejandro Fantino en televisión. Pero no es su pelo, ni tampoco el de su personaje: es una peluca. Recién en el último tercio de película el actor se la acomoda, y sólo entonces el espectador comprende que lo que el personaje tiene sobre la cabeza es de mentira. Habría que ver si adentro de su cabeza no pasa lo mismo. El sello AVH acaba de editar en DVD The Informant!, la película más reciente de Steven Soderbergh, con el acertadísimo título de El desinformante. Damon encarna a Mark Whitacre, alto ejecutivo de una corporación agrícola que a comienzos de la década pasada fue principal protagonista de una de las más confusas denuncias sobre prácticas monopólicas que recuerde la historia reciente de los Estados Unidos.

En 1992 el FBI inició una investigación en el seno de la corporación ADM, vinculada con sospechas de cartelización en la fijación del precio internacional de la lisina, componente que se usa en dos de cada tres productos alimenticios. En el curso de la investigación, los agentes contactaron a Whitacre, vicepresidente de la compañía, que rápidamente aceptó convertirse en informante secreto de la agencia federal, poniendo en riesgo un salario anual lleno de ceros. No sólo eso: al mismo tiempo que se cablea, espía a sus superiores e informa al FBI, el tipo sigue convencido de que puede llegar a presidente, por más que los agentes y la fiscal de Estado le adviertan que en cuanto el asunto se haga público le va a convenir ir buscándose otro trabajito. Más que un espía, Whitacre parece un chico torpe, jugando a ser espía: se le enreda el cable del grabador, graba ostensiblemente, pone camaritas ocultas en ángulos inadecuados, el polígrafo se le pincha y le llena de tinta la camisa. Pero que pone actitud está fuera de duda. Hasta el punto de que habrá que ver si no le da por inventar delitos, en caso de que la realidad no se los provea.

Soderbergh observa la trama, cada vez más disparatada, con la impasibilidad de quien transcribe datos objetivos. Lo cual es un gran acierto, porque de lo que se trata aquí es justamente de poner en cuestión toda veleidad de objetividad. El desinformante no produciría ningún efecto si el realizador no acertara un pleno en la elección del punto de vista: Soderbergh pone al espectador en el lugar de los investigadores del FBI, que se desayunan siempre tarde sobre lo que está sucediendo. Farsa abstracta antes que estrictamente cómica, la otra pata sobre la que el realizador de La gran estafa y el díptico Che sostiene todo el andamiaje es la actuación de Damon, que además de la peluca da la sensación de lucir una nariz que tampoco es propia. Como un Peter Sellers aún más opaco –pero en el fondo mucho más delirante–, Damon construye un personaje inaprensible a través de detalles ínfimos, dando a pensar que en la última entrega a los académicos del Oscar 2009 se les olvidó una nominación.

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