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Sábado, 20 de noviembre de 2010
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El sello SBP publicó la primera temporada de la serie

“Mad Men”, una novela de época

Los trece capítulos iniciales de esta premiadísima ficción salieron en cuatro discos con extras. El programa toma con decisión y excelencia la posta que dejaron Los Soprano en cuanto a ser el equivalente contemporáneo de la novela decimonónica.

Por Horacio Bernades
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Los hombres de traje de Mad Men son una versión de los Soprano sin crímenes de sangre.

Que las series de televisión son el equivalente contemporáneo de las novelas decimonónicas es algo que se sospecha desde fines del siglo XX, cuando Los Soprano apareció por primera vez en pantalla. No es que todas lo sean, claro: con sus veintidós minutos de relato neto, las sitcoms se parecen más a cuentos o a números de stand up, según el caso. Tampoco todas las series de una hora aspiran a ocupar el lugar de la novela realista. Pero que muchas de ellas, con su posibilidad de desarrollar y ramificar historias y personajes a lo largo de una o varias temporadas, están más cerca de Balzac que del cine contemporáneo puede comprobarse con una sola sentada frente al televisor. Tal vez ninguna serie posterior a Los Soprano haya tomado esa posta con más decisión y excelencia que Mad Men, la serie sobre el mundo de la publicidad a comienzos de los ’60, que en la Argentina emite un canal premium. La gran noticia es que desde hace unos días esta superganadora de Emmys comenzó a editarse en DVD. El sello SBP acaba de lanzar, en cuatro discos con extras, los trece episodios de la primera temporada, prometiendo hacer lo propio con las siguientes de ahora en más.

No es raro que los veloces y sibilinos hombres de traje de Mad Men parezcan unos Soprano sin crímenes de sangre: el núcleo creativo de esta serie que comenzó a salir al aire en 2007 viene de aquel fenómeno del canal HBO, empezando por sus creadores, Scott Hornbacher y Matthew Weiner, y siguiendo por varios jefes de departamento, equipo técnico y realizadores. El rigor del relato, en el que la proliferación de subtramas jamás deriva en un personaje de relleno o un desvío innecesario; la ajustada, económica dosificación de la información; la precisa construcción de personajes; la dinámica sumamente balanceada que se establece entre todos ellos; el modo jamás subrayado en que la época interviene en la historia: todo en Mad Men remite a aquella serie fundacional. Ya se sabe de dónde viene el título. No del hecho de que los protagonistas estén locos (aunque alguno que otro eventualmente puede llegar a desbarrancar), sino de que, allá por comienzos de los ’60, las principales agencias de publicidad estadounidenses tenían su sede en Madison Avenue, en Nueva York.

Allí, en el piso 23 de uno de los rascacielos de la época, están las oficinas de Sterling Cooper, atendidas por sus propios dueños,al frente de un equipo de creativos que encabeza ese galán de Don Draper. El pelo engominado, el traje bien cortado, el sombrero calzado cada vez que entra o sale de la oficina, Jon Hamm parece un Rock Hudson que –hasta donde se sabe, al menos– no necesita guardar secretos en el armario. No referidos a su sexualidad, al menos. Tal vez porque tiene destino de mito, quizá como representación de unos Estados Unidos de origen culpable, a lo largo de esta primera temporada se irá sabiendo que Don Draper tal vez no se llame Don Draper. Que se crió en el campo, aunque prefiera no mencionarlo. Y que por nada del mundo piensa permitir que ningún miembro de su familia le embarre un futuro que apunta a la cima.

Si Hamm recuerda a Rock Hudson, la rubia January Jones es, en el papel de su perfectísima esposa rubia, una Doris Day ligeramente más fría, más aniñada, más sexy. Las otras chicas también remiten a modelos de época: cómo ignorar que a la pobre Peggy (la notable Elizabeth Moss) los insoportables machistas con los que trabaja la humillan tanto como sus jefes a Shirley MacLaine en Piso de soltero. Es lógico: ese clásico de Billy Wilder no sólo es contemporáneo a la época que Mad Men evoca, sino que también transcurría en el mundo de la publicidad. Pero hay una diferencia entre Peggy y la Fran Kubelik de MacLaine. Chica de los ’60 vista con ojos de siglo XXI, Peggy va a saltar del sillón de secretaria al de colaboradora creativa de los tipos que antes la tenían para el churrete, consumando una módica venganza. ¿Y qué otro cuerpo recuerda esa “chica Altuna” que es la pelirroja Joan, jefa de secretarias de Sterling Cooper, que no sea el de la mismísima Marilyn? Una Marilyn menos naïf y más bitchy, por cierto: otro efecto de lectura de época.

Mientras los creativos se arrancan simbólicamente las vísceras en cada brain storming, mientras todo el mundo se pasa el día fumando (tabaco) en todas partes (parecería un chiste, si no fuera porque antes de la llegada de la corrección pulmonar el mundo era casi exactamente así), mientras el más encumbrado segundo de Don (el fabuloso Vincent Kartheiser) no puede ocultar el serrucho en el traje, allá afuera Estados Unidos se parece enormemente al adentro. El desagradable de Nixon tiene esperanzas de que cierto demócrata católico y buen mozo no llegue al Salón Oval, para Dallas faltan todavía tres años y las amas de casa de los barrios residenciales –como la esposa de Don– empiezan a cuestionarse tanta fidelidad, mientras toman vino a solas y cuentan sus sueños a los psicoanalistas. ¿Amas de casa desesperadas? Sí, pero apuntando más a la reflexión (sobre la época, sobre los roles sexuales, sobre Estados Unidos) que al glamour. Mad Men, una novela de época.

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