Una por la plata, otra por el gusto. Esa parece ser la fórmula adoptada desde hace rato por Steven Soderbergh. A fines de los ’80 y gracias a ese verdadero batacazo indie que fue Sexo, mentiras y video, Soderbergh se presentó al mundo como exitoso director de cine de arte. Una década más tarde y luego de algunas pelÃculas de poca trascendencia, el thriller erótico Un romance peligroso lo reconvirtió en exitoso director de cine popular. A partir de ese momento y con Erin Brockovich, Traffic y la serie completa de La gran estafa como naves insignia, este nativo de Atlanta, Georgia, pasó a alternar gigantescos tanques globales con pequeños films “de arteâ€, hechos per piacere. Es el caso de Full Frontal, la remake de Solaris (ambas de 2002) y, más recientemente, The Good German, estrenada a fines del año pasado en Estados Unidos y presentada en competencia en la última edición del Festival de BerlÃn. Heredando el destino de las dos anteriores, en Argentina The Good German sale directamente en video, lanzada por el sello AVH con el tÃtulo Intriga en BerlÃn.
Con las ruinas de BerlÃn como fondo, en un blanco y negro muy contrastado, con un pequeño tamaño de cuadro y tÃtulos de sobriedad espartana: asà empieza The Good German, dándole al espectador la idea de que se equivocó de pelÃcula y acaba de poner una de los ’40. No, no se equivocó: Intriga en BerlÃn luce, de modo deliberado, exactamente como una de los ’40, hasta el punto de constituirse en uno de los ejercicios retro más absolutos de los que el cine tenga memoria. HabrÃa que remontarse hasta la parodia noir de Cliente muerte no paga o la paráfrasis de melodrama sirkiano de Lejos del paraÃso para hallar algo parecido. Ubicada en el mismo paisaje de inmediata posguerra de El tercer hombre o la menos conocida Berlin Express, The Good German presenta a George Clooney (quinta actuación a las órdenes de su amigo Soderbergh) en el papel de periodista yanqui, que llega a la capital alemana en agosto de 1945, cuando el humo de los bombardeos parecerÃa flotar todavÃa en el aire berlinés. Enviado por el ejército, Clooney viste uniforme y lleva el grado de capitán. Su objetivo es cubrir la Conferencia de Paz de Potsdam, que se celebrará en dÃas más y tiene a Harry Truman, Winston Churchill y Josef Stalin por asistentes. De allÃ, el mundo saldrá rediseñado, pareciéndose tal vez al que hoy conocemos.
En ese contexto y basado en un best seller al que Paul Attanasio (Donnie Brasco, La suma de todos los miedos, la inminente El ultimátum de Bourne) convirtió en guión, Soderbergh inserta una intriga de espionaje en la que, llevando el canon del género casi al lÃmite del absurdo, no hay quien diga la verdad, no se puede confiar en nadie y todos son potencialmente peligrosos. Con una trama que se complica a cada paso, en beneficio de la sÃntesis puede decirse que hay un desagradable chofer militar estadounidense, dispuesto a vender secretos o gente, lo mismo da (Tobey Maguire, más arácnido que nunca), una muchacha judÃa, viuda de cierto ex SS presuntamente desaparecido (la australiana Cate Blanchett, morocha y con perfecto acento alemán), un congresista yanqui provinciano y chauvinista (el también australiano Jack Thompson), un experto nazi en coheterÃa a quien los Estados Unidos quieren para sà (como hicieron con Von Braun), un laboratorio aeronáutico de avanzada que funcionaba a la vez como campo de concentración y un montón de autoridades militares de ocupación en quienes no se adivinan precisamente las más nobles intenciones (entre ellos, Beau Bridges).
Animada de un espÃritu bastante más terminal que el de las pelÃculas de aquella época, Intriga en BerlÃn es una de esas cuya trama, de tan enrevesada, se sigue primero con interés, luego con expectativa, más tarde con indiferencia y finalmente, en el peor de los casos, pidiendo la hora. Con una cámara manejada por el propio Soderbergh (bajo el seudónimo de Peter Andrews, que suele usar cuando desempeña ese rol), visualmente la pelÃcula está llena de sugerencia, con encuadres sumamente expresivos y una utilización dramática de luces y sombras que parecerÃa querer devolverle a BerlÃn la estética expresionista que el cine negro alguna vez le robó. Hay alguna escena magnÃfica (la culminante, en la que se comete un crimen durante un desfile por la paz), alguna otra innecesaria (la última, que copia inútilmente el final de Casablanca) y la sensación de que más que una pelÃcula, Soderbergh volvió a cultivar aquà su deporte predilecto, vulgarmente conocido como ejercicio de estilo.
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