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Viernes, 21 de octubre de 2005
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“SALDANDO CUENTAS”

Saltando en picada a la australiana

Protagonizada por gangsters prósperos, delincuentes en decadencia y policías poco confiables, la película de Jonathan Teplitzky sorprende con una trama compleja, buenos actores y un sentido del humor asordinado.

Por Horacio Bernades
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Chicka Martin, gangster de cadenita al cuello y matón.
“Estoy a mano”, se la pasan repitiendo todos, desde el carilindo Barry hasta el gordo Darren, pasando por el casi descerebrado Spit y el temible Chicka Martin. A mano con la ley, quieren decir, porque todos ellos pagaron sus buenos añitos en prisión, alguno por tráfico en pequeña escala, otro por asesinato, el de más allá por algún desfalco. Y no falta el pez gordo, de esos que andan siempre con cadenita de oro y algún matón al lado. Aunque crean estar a mano, todos ellos van a verse enredados de nuevo con la justicia, a partir del momento en que a uno le echen el guante por demasiados años de impuestos impagos. Y todos los demás irán saltando como fichas, por estar demasiado comunicados entre sí. To get square es como se dice en inglés estar a mano, ponerse al día, saldar cuentas, y Getting Square se llama esta película australiana dirigida por Jonathan Teplitzky, que AVH edita por estos días con el título de Saldando cuentas.
Barry se comió ocho años por un asesinato cometido durante un robo, del que alega inocencia (no del robo, sino del crimen). Ahora acaban de ponerlo en libertad condicional y la agente encargada de cuidarlo es una linda morochita, que parece tener en él un interés que excede su función. Hay otro policía, que es el que lo metió en prisión, y se ve a la legua que no es yerba buena. Más bien todo lo contrario: suele vérselo demasiado seguido junto a Chicka Martin, gangster mayor de la zona llamada Costa de Oro. Chicka Martin es el de cadenita de oro y matón al lado. Tiene un yate, propiedades y todo lo que el dinero sucio puede comprar, y lo quiere enganchar de nuevo al bueno de Barry en otra operación. Barry no quiere saber nada, porque es el típico ex chorro con ganas de salir de la mala senda, y espera que los conocimientos de cocina que aprendió en la cárcel lo ayuden. Darren lo necesita: acaba de comprar un gigantesco restaurante, cuyos únicos clientes parecerían ser él mismo y su socio. Además de la camarera rubia de minishort, que se aburre esperando esos parroquianos que nunca llegan.
En lugar de short, Johnny “Spit” (“Escupida”) Spittieri anda todo el día en slip y ojotas, todo sucio y desgreñado, consumiendo demasiado de la misma mercancía que lleva muy mal disimulada, debajo de su camisa. Todos ellos más patéticos que reprobables, más rascas que vivos (salvo Chicka y el policía, claro), se intercomunicarán a lo largo de unos pocos días, apretados a dos puntas entre los que mandan en el mundo del crimen y los que mandan en el mundo de la ley. Con asordinado sentido del humor, y una trama ceñida y compleja –que funciona como esas pelotitas de acero que rebotan unas contra otras, en motto perpetuo– Saldando cuentas parecería una versión australiana de las novelas (y las películas basadas en las novelas) del estadounidense Elmore Leonard. Si esa trama abunda en detalles que suenan bien fundados, si esos personajes huelen a calle, pasillos judiciales y gabinetes policiales, es porque el autor del guión conoce esos ambientes al dedillo. Se trata de Chris Nyst, un abogado criminalista reconocidísimo allí en Sydney.
¿Algún rostro conocido en el elenco? Sí, dos, aunque de ellos resulte más irreconocible que reconocido. Es David Wenham, que en el thriller antibancario The Bank (presentado en competencia en una de las ediciones del Bafici) hacía de impecable genio de las matemáticas, y aquí es el drogón sucio, desgreñado y casi idiota. Que este semiidiota vuelva loco a un temible fiscal en una escena de juicio, contestando cada pregunta con otra (hasta dar por resultado un diálogo de sordos digno de Abbott y Costello) demuestra hasta qué punto los personajes de Saldando cuentas tienden a funcionar a contramano de lo que aparentan. El otro conocido no es otro que Timothy Spall, obeso actor fetiche de las películas de Mike Leigh (Secretos y mentiras y A todo o nada, entre otras). Luciendo un impecable acento australiano, el camaelónico Spall agrega aquí, a su vastísimo registro actoral, al dueño del restaurante Texas Rose. Que suma y resta puntos de cada comida y bebida, tratando de que le cierren los números de su dieta.
Habrá que prestarle atención a Sam Worthington, buenmozote de dientes apretados y muy pocas palabras, que sabe ser seco sin ser desabrido, y al que en cualquier momento le tiran el lazo desde Hollywood. Tratándose de una película australiana, no es raro que en un momento crucial se escuche, completa, Into My Arms, lo más parecido a una love song que jamás haya compuesto Nick Cave. Por suerte, nada de los Bee Gees por aquí.

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