HabÃa estado demasiado cerca suyo. Demasiado cerca y demasiado tiempo. Moverse lejos era prolongar esa herencia como quien ralentiza innecesariamente una cierta velocidad de destrucción. Si permanecÃa a su lado, en tanto, no podrÃa eludir los juicios culpables que su mirada me impondrÃa conociendo los tropiezos que yo acumulaba. Ahora mi padre querrÃa cerrar su paréntesis abriendo un enigma sobre mÃ. No habÃa escapatoria. Este era el embudo chileno que yo tanto temÃa. Aquà estaba. Su exilio habÃa sido mi escuela, mi aventura, la contingencia de mi fuga, y el retorno a casa me inmolaba en aras de una dudosa recuperación familiar. Pero ante ella no habÃa defensa posible; la inmolación era el precio a pagar por el saber adquirido, su resultado lógico, de modo que ante esa nulidad final lo mejor era volver a cargar la máquina de fotos y ponerse a trabajar. SeguirÃamos él y yo con nuestras manos tomadas por un buen tiempo. Antes, eso sÃ, romperÃa la carta como testimonio de una ecuación irresoluble: justamente la que formaban mi padre, el suelo que nos recibÃa y la respuesta diferida. Escribir no tenÃa solución. La fórmula resumÃa bien mi vocación prohibida por la literatura. Mejor callar, transitar por otra mesa. Destruir las pruebas. Pensaba que entonces los nudos se soltarÃan, pero fue un error. No hay sobras que arrojar en el inventario del náufrago.
Fragmento de Bosque quemado (Mondadori).
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