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Jueves, 13 de agosto de 2009
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El canadiense Guy Maddin presenta su último largometraje, My Winnipeg

“No me interesa la ortodoxia del documental”

El realizador de La música más triste del mundo no cree que el cine esté destinado a representar lo real de modo literal: “Ni siquiera proponiéndoselo creo que pueda hacerlo”, afirma, al tiempo que ofrece una visión subjetiva de su ciudad natal.

Por Michael Tomkinson
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“Lo que hice fue filmar la ciudad de mi infancia, tal como yo recordaba haberla vivido”, dice Maddin.

Cineastas y ciudades. En mayo pasado se estrenó Del tiempo y la ciudad, donde Terence Davies recordaba, con ira y melancolía, el Liverpool de su infancia. Ahora se estrena My Winnipeg, donde, también a partir de un encargo de un canal de televisión, el canadiense Guy Maddin reconstruye una Winnipeg de la memoria. Si en ambos casos el grano de la voz del autor remacha desde el off el carácter estrictamente personal del asunto, en My Winnipeg Maddin va más allá y reconstruye lo que el recuerdo o el deseo le indican, prescindiendo casi enteramente de imágenes documentales. “Vestí a Winnipeg del mismo modo en que el mundo se vistió para mí cuando era chico”, asegura Maddin, cuyo cine se conoce en Argentina gracias a ciclos retrospectivos realizados en la sala Lugones, proyecciones en el Bafici y el estreno en salas comerciales, un par de años atrás, de La música más triste del mundo.

Vecino aún hoy de la ciudad más fría de América del Norte, Maddin es un documentalista tanto o más impensable que su colega británico. El más puro artificio, el delirio barroco, los préstamos folletinescos y una rampante claustrofilia atraviesan su obra, desde Tales from the Gimli Hospital (1988) hasta Brand Upon the Brain! (2006), pasando por Archangel (1990), Twilight of the Ice Nymphs (1997) y Dracula: Pages from a Virgin Diary (2002). Pero como Davies, este fanático del blanco y negro siempre se mostró obsesionado por temas como la memoria, el recuerdo y las familias, y es a todo eso donde My Winnipeg le permite volver. Como el respeto al canon documentalista lo tiene sin cuidado, Maddin se ruborizó más bien poco, a la hora de reemplazar imágenes de archivo por las de su imaginación, meticulosamente reconstruidas en el mismo estudio cerrado en el que filmó el resto de su obra. En la entrevista que sigue se explaya sobre la influencia del alemán W. G. Sebald, las tortuosas relaciones entre cine y realidad, su invención del melodrama documental, el rescate de cierta actriz mítica del cine negro y hasta el vello púbico de su madre.

–¿Cómo es que usted, que se caracteriza por su gusto por las ficciones más descabelladas, llegó a filmar un documental?

–Yo ya andaba pensando en hacerlo, cuando un representante del Documentary Channel me sugirió filmar un documental sobre Winnipeg, la ciudad en la que nací y donde vivo parte del año. “Fasciname –me dijo–. No quiero ver la clase de infierno helado que todo el mundo piensa que Winnipeg es. Yo sé que podés darme otra cosa.” Yo lo tomé como un documental de mis sentimientos, y es probable que para ello me haya inspirado en los libros del alemán W. G. Sebald, que en sus libros solía entregarse a largos ejercicios de memoria, llenos de fantaseos y digresiones. Al fin y al cabo la película no se llama Winnipeg, sino My Winnipeg.

–La memoria, su pérdida y la amnesia, motivos recurrentes en su cine, están aquí en la base de la película.

–Para mí, el pasado es parte del presente. No me refiero a ese ejercicio nostálgico, consistente en sentarse y ponerse a recordar, sino al modo en que el pasado pervive en el presente. Tanto, que una cierta dosis de amnesia es necesaria para poder vivir, porque si recordáramos absolutamente todo el horror nos paralizaría.

–My Winnipeg no se atiene mucho a la ortodoxia del documental.

–Es que esa ortodoxia no me interesa. No creo que el cine esté destinado a representar lo real de modo literal. Ni siquiera proponiéndoselo creo que el cine pueda hacerlo. Cuando los hermanos Lumière filmaron unos trabajadores que salían de la fábrica, lo que mostraron no fueron exactamente esos trabajadores saliendo de esa fábrica, sino la versión de los Lumière de unos trabajadores saliendo de una fábrica. Una versión hecha de determinada iluminación y encuadres, una forma de montar los planos... Si alguien quiere una reproducción exacta de un pedazo de realidad, más vale que no mire a través de una cámara de cine, sino de una de seguridad.

–Por otra parte, en la película usted no muestra prácticamente nada que no haya sido reconstruido para la ocasión.

–Exacto. Tampoco me interesaba respetar la tradición de rodaje del documental, en la que muchas veces termina encontrándose el tema recién en la mesa de edición, un año después de haber empezado a rodar. Acá yo tenía un montón de anécdotas personales que sabía de antemano que quería incluir, y para ello traté de planear todo lo que pude, con un guión previo al que traté de ajustarme. Sin embargo, lo real de alguna manera terminó interviniendo, porque de todas mis películas ésta es en la que tuve más claramente la sensación de no saber muy bien qué era lo que estaba haciendo.

–Usted definió a My Winnipeg como “docufantasía”. Sin embargo, ciertos hechos que podrían parecer fabulados, como una presunta invasión nazi a Winnipeg, en 1942, resultan descabelladamente reales.

–Sí, esa invasión existió, aunque no fue real: se trató de una puesta en escena, hecha para reunir fondos para la guerra. Se la conoce como “If Day”: el día del “qué pasaría si...” Curiosamente, es una historia olvidada. De hecho, yo mismo me enteré de ella durante el rodaje, y decidí incluirla. Con respecto a la definición de “docufantasía”, después lo pensé mejor y ahora prefiero calificar a la película de “melodrama documental”. No docudrama, que viene a ser lo contrario. Los docudramas son películas de ficción que intentan asimilarse a las formas del documental. Por el contrario, a la hora filmar un documental sobre mi ciudad yo lo que hice fue filmar la ciudad de mi infancia, tal como yo recordaba haberla vivido.

–Para lo cual debió recrearla...

–Tuve que recrear la ciudad y mi infancia. Puse a un actor a hacer de mi hermano, porque mi hermano murió. Alquilé la casa que fue la de mis padres, y la monté y decoré como si todavía lo fuera. Lo cual sigue teniendo un fuerte componente documental, ya que filmé en la verdadera casa de mi infancia y hasta usé implementos domésticos y la ropa que usábamos de chicos, porque afortunadamente mi madre siempre tuvo la costumbre de guardar todo.

–Hablando de su madre, para representarla usted eligió a Ann Savage, una actriz que para los cinéfilos tiene un carácter mítico.

–Sí, ella fue la protagonista de Detour, legendario film noir de los ’40, donde interpretó una de las femmes fatales más despiadadas de toda la historia del cine. Justamente por ese motivo me parecía la única persona en el mundo capaz de encarnar a su contraparte canadiense. Que es mi madre, de 92 años al día de hoy. Pasó algo increíble: un día le comenté a un amigo que trabaja y vive en Hollywood, qué lastima que Ann Savage hubiera muerto, porque habría sido la actriz ideal. ¡Y mi amigo me dice que unos días antes ella había estado en su casamiento! ¡Y tenía su número de teléfono! La llamé, nos encontramos y me llevó un buen tiempo convencerla de actuar en la película, porque estaba retirada desde hacía mucho tiempo. Lo que terminó de vencer sus resistencias fue el hecho de que la película no tenía nada que ver con Detour, porque de eso le habían ofrecido mucho y no le interesaba.

–En cuanto a esa definición que usted dio antes de “melodrama documental”... ¿Por qué “melodrama”?

–Un teórico del teatro llamado Eric Bentley sostiene, en uno de sus libros, que los buenos melodramas no distorsionan ni exageran la verdad, sino que la desinhiben. Desinhiben lo que la sociedad reprime, y hacen que los sueños se cumplan: la heroína puede poseer al objeto de su deseo, las disputas amorosas se resuelven a gritos, llantos y trompadas, se llora en público con total desprejuicio. En una palabra: se cumplen los deseos y terrores infantiles. Yo encaré My Winnipeg de la misma manera: como una forma de cumplir los deseos y temores de mi infancia.

–¿Esa desinhibición incluye ciertas fantasías homoeróticas que usted evoca en la película?

–Era inevitable, en una película cuyo tema son los recuerdos infantiles.

–¿Y qué puede decir sobre la imagen del regazo de su madre, leit motiv visual de la película, en el que llega a atisbarse vello púbico?

–Puedo decirle que tuve que darle bastante de tomar, para convencerla de sacarse la faja (risas). Y que después, cuando le mostré la película, tuve que hacer esfuerzos ingentes para distraerla durante esas escenas. El problema es que, como usted dice, esa imagen aparece una y otra vez...

Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades.

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