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Sábado, 11 de diciembre de 2010
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Opinión

El Anti-Hamlet

Por Nicolás Prividera *

La generación de los ‘70 se constituyó frente al padre (anti) peronista. La “juventud maravillosa” asumió su rol edípico, pero la tragedia fue (tal vez) que se equivocaron de figura: en vez de matar a su padre simbólico (Perón como espectro de la Argentina plebeya) cedieron ante la pasión de lo real (Aramburu como mártir de la Argentina oligárquica), para cumplir su sueño imaginario (ser reconocidos por el Padre como sus legítimos herederos). Un proyecto que sólo podía terminar en una violenta re–edipización, es decir: en la recaída bajo la órbita del padre terrible (de López Rega a Videla). Firmenich y Perdía actuaron así como los oscuros Rosencrantz y Guilderstern de un dudoso Hamlet revolucionario. Y el peronismo, que reclamaba para sí la venganza de una historia irredenta, sigue viviendo gracias a la traición de su sangre derramada.

(...) La generación del ’90 creció literalmente a la sombra de sus (simbólica o literalmente) derrotados padres, sin poder superar una tragedia que había sido decidida en una escena pasada y que sólo podían asumir con la congelada visión romántica de un paisaje después de la batalla o con el cinismo prescindente de quien se siente eximido de culpas, al haberse entregado a la fe de los vencedores. Sea como fuese, es difícil matar al padre si otro lo ha hecho por uno... El abismo simétrico se abrió así entre quienes asumieron (sin distancia crítica) la irredenta voz del padre y quienes rehuyeron (con frivolidad posmoderna) a su sacrificial historia. Ambos enfrentaron su irrevocable destino hamletiano: ¿Cómo sostener la duda ante un (des) aparecido? ¿Cómo actuar –o no actuar– sin caer bajo su ardorosa sombra?

Claro que no se trata de superar la contradicción (lo que quizá sea imposible), sino de hacer de la contradicción una fuerza superadora (al poner en tensión esa paradójica herencia): es el único modo de traicionar la traición (y ésa es tal vez la gran lección política y poética de cualquier historia: negarse a ser otra “astucia de la razón”). Pero sólo puede lograrlo quien es capaz de asumir la contradicción como destino, sin forzar una resolución idealizada (sabiendo que “el resto es silencio”). No sé si alguno de nosotros podrá lograrlo, pero sospecho que quien lo haga será como la contrafigura de Hamlet (ese Fortimbrás que al final del drama logra reunir conciencia y acción). Y al hacerlo no será ya el mejor representante de nuestra generación, sino –por el contrario– quien finalmente logrará trascenderla (al menos hasta la siguiente encrucijada edípica), porque dará un paso más allá de la mera reivindicación o negación (que es el más común horizonte de las generaciones ofendidas).

* Fragmento del epílogo de Si Hamlet duda le daremos muerte (Libros de la Talita Dorada).

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