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Martes, 1 de marzo de 2011
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El cine de autor cobra fuerza, pero se sigue imponiendo la factura industrial

¿Qué vota cuando vota la Academia?

Revisando el top ten de esta entrega se detecta tras las diez candidatas dominantes una cantidad inusual de “autores”, para lo que el estándar hollywoodense suele tolerar. Pero la parte del león fue para un producto tan anónimo como conservador.

Por Horacio Bernades
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La platea del Kodak Theatre de Los Angeles repleta de votantes famosos, en la noche del domingo.

¿Bienvenidos los autores o vivan los técnicos anónimos? Desde que el cine es cine, existen dos clases de cineastas: los que tienen algo para decir y les importa cómo decirlo, y los empleados que fabrican sin chistar lo que la industria les pide. Los David Fincher y los Tom Hooper, para decirlo en términos del Oscar 2011. Está claro que Red social es la película de alguien (o de varios; eso no importa, en tanto el resultado sea homogéneo) que tiene(n) algo para decir sobre el mundo contemporáneo, sobre el freakismo de los wonder boys, sobre la comunicación o falta de ella. La película de alguien que ha hallado en la hipervelocidad narrativa el linkeo entre una escena y la siguiente, el flujo de la informática aplicado al relato cinematográfico, el modo de convertir forma en contenido. Está igualmente claro que El discurso del rey representa una apuesta a la eficiencia narrativa, a ciertas fórmulas, a lo probado y aprobado. La clase de película que, sin ser indigna ni vergonzosa, presiona ciertos botones para despertar ciertas reacciones, sin que importe demasiado si el envase tiene más de teatro o de televisión que de cine. Lo que no está tan claro es a quiénes premió y castigó la Academia la noche del domingo: si a los Fincher o a los Hooper. O si se trató acaso de un empate transitorio.

Revisando el top ten de esta entrega, se detecta tras las diez candidatas dominantes una cantidad inusual de “autores”, para lo que el estándar hollywoodense suele tolerar. Como se sabe, el término autor –introducido al campo del cine por la crítica francesa, en los años ’50– designa al cineasta capaz de desarrollar un discurso coherente, de forma más o menos orgánica a lo largo de su obra. Es claramente el caso de los hermanos Coen, cuya Temple de acero resultó una previsible perdedora absoluta de esta edición. Pero también los de Darren Aronofsky en El cisne negro, David O. Russell en El ganador, Christopher Nolan en El origen, Danny Boyle en 127 horas y Lisa Cholodenko en Mi familia. Tras el paréntesis que supuso la muy sobria y realista El luchador, El cisne negro implica el regreso de Aronofsky a obsesiones que se remontan a su ópera prima, Pi (1998). Básicamente, la del cerebro como productor de delirios paranoicos y el cine como registro audiovisual de esos delirios. En El ganador, David O. Russell retoma su fascinación con las distintas formas de locura familiar. Fascinación perceptible tanto en su ópera prima, Spanking the Monkey (1994), como en las posteriores Flirting with Disaster (1996) y I Heart Huckabees (2004).

En el mamotreto fílmico El origen, Nolan da nuevas vueltas sobre laberintos cerebrales puestos en escena ya (de modo cerebral y laberíntico, por cierto) en Memento, Noches blancas y El gran truco. Danny Boyle aplica a 127 horas el tratamiento pop previamente experimentado en Trainspotting, Millones o Slumdog Millionaire. Las sexualidades alternativas eran el tema de la ópera prima de Cholodenko, High Art (1998), así como los restos del naufragio del Flower Power californiano lo eran de la posterior Laurel Canyon (2002). En cuanto a Debra Granik, aunque Lazos de sangre sea lo primero que se conoce aquí de ella (tiene una película previa), da toda la sensación de ser la clase de película que dice lo que quiere decir, en el tono en que quiere decirlo. Temas y tratamiento revelan por su parte, detrás de Toy Story 3, la presencia de un autor colectivo (uno de los más brillantes del Hollywood contemporáneo, por cierto) llamado Pixar. En suma, de las 10 top sólo El discurso del rey no viene con marca de autor en el orillo.

¿La edición 83 del Oscar representa entonces la consagración del autor hollywoodense, la reducción al mínimo de la manufactura impersonal, la cesación misma del cine entendido como producción en serie? Ni soñando. Que El discurso del rey haya sido la gran ganadora (incluyendo el rubro dirección, en el que apuestas previas apuntaban a un premio consuelo para Fincher) demuestra que la Academia puede aceptar y hasta aplaudir, cómo no, a los cineastas con inquietudes personales. Siempre y cuando no pretendan pasar por encima del gusto medio del sistema. Allí están, para recordarlo, no sólo El discurso del rey, con su eficaz y anónimo conservadurismo estético, sino varias de las propias películas de esos cineastas-autores, que hacen presentes los límites de la autoría. Ver por ejemplo la segunda parte de El ganador, donde David O. Russell abandona toda inquietud personal para entregarse a una sucesión de clichés propios de la cultura estado-hollywoodense. Clichés muy semejantes, en su carácter aleccionador, a los que sirven de reaseguro –por mucho pop y psicodelia que haya en el medio– a la fábula de 127 horas.

Para no hablar de la defensa de la familia (hétero u homosexual, poco importa) que a la larga hace la aparentemente muy progre Mi familia. O del hecho de que Temple de acero es, en su respetuoso clasicismo genérico, la película menos coeniana de los Coen. Traigan si quieren sus nombres y apellidos, pongan nomás la firma al pie, pero no se olviden de que trabajan en una fábrica, parece ser el mensaje de los Oscar 2011. Tal vez la más personal y revulsiva del top ten, El cisne negro demuestra que con maña y astucia, en esa fábrica se pueden traficar con éxito artículos de contrabando. Esa es, por suerte, una tradición tan longeva como la propia fábrica, motivo de que Hollywood no sea sólo una mala palabra.

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