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Lunes, 17 de octubre de 2011
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Opinión

Nunca los voy a olvidar

Por Carlos Ulanovsky *

Empecé a ver televisión en 1952, en la casa de mis abuelos, y desde entonces nunca paré hasta hoy, en que mi programa predilecto es el zapping. En el obligado recorte elijo algunos grandes momentos de la televisión en blanco y negro, empezando por el del día de la inauguración, aquel 17 de octubre de 1951, por lo que tuvo de aventura, de riesgo, de improvisación positiva, de experimentación que salió bien y dio impulso para seguir.

Los nueve años siguientes en que el 7 reinó en soledad, no sólo fue el único canal disponible sino que se convirtió en escuela de televisión en donde los aprendices se enteraron de qué botón tenían que apretar para que el aire se transformara en imagen. En esa etapa inicial una vanguardia formada en condiciones humildes, en desmayado blanco y negro, consolidó una manera argentina de hacer televisión.

En la década del ’50, la radio seguía siendo reina indiscutida de cada hogar y la gente salía en masa a divertirse. Llenaba los cines de la calle Lavalle, los teatros de la calle Corrientes, tomaba el té con masas o el copetín en las confiterías de Suipacha, Esmeralda, Florida o Santa Fe, y el whisky en los centros nocturnos de la ciudad. Hombres y mujeres bailaban al ritmo de sus orquestas preferidas en vivo y colmaban ámbitos del deporte como las canchas de fútbol o el Luna Park. En poco tiempo, a partir de la llegada de la televisión, el público empezó a percibir que la pantallita le acercaba, gratis, algo bastante similar a lo que hasta ese momento le requería movilizarse y ahora podía verlo en pantuflas o en batón, sentado en el sillón preferido de su casa. Esta formidable ventaja básica resultó decisiva en la veloz instalación masiva del medio. Poco a poco le fue descubriendo las conveniencias, como que el flamante artefacto los entretenía y hasta les daba temas de conversación para el día siguiente en la oficina.

En esos tiempos de despegue fueron fundamentales una importación de 50 mil aparatos marca Capheart que, aunque acusada de oscura, movió el mercado; la gestión artística y publicitaria conjunta de Blackie y Cecilio Madanes (cabezas visibles del 7 a partir de 1954, hasta la caída de Perón) y de la agencia Naicó Propaganda, con su ejecutivo Tito Bajnoff al frente, que de a poco fueron probando a puro ensayo y error todos los géneros. De esa década son estos programas que marcaron un antes y un después en el gusto colectivo: Cómo te quiero Ana, Tropicana Club, Historias de jóvenes, La familia Gesa, Modas en TV, Todo el año es Navidad, Crónicas en bandeja, Qué dice una mujer cuando no habla, Odol Pregunta, El show de Andy Russel, El teleteatro de la hora del té, Ellos nos hicieron así, Qué mundo de juguete, las publicidades de los locutores en vivo, las series dobladas al español, Esos que dicen amarse, De lo nuestro lo mejor, las transmisiones desde exteriores, Distrito Norte, Joe Bazooka, La gente, Sala de periodistas, Cosas de argentinos, entre muchos más.

Durante esta década, como único canal, el 7 pasó de la nada a contribuir decisivamente a la creación de un mercado y a hacer de ese mensaje en solitario una industria que brindó trabajo y lo hace todavía a millares de personas. Estos 60 años, con tantos oscuros y muchos luminosos claros, hicieron de la televisión el indispensable electrodoméstico que es hoy, con forma de plasma y 42 pulgadas de extensión. De 1951 a 1959, todos los que pasaron por el 7 aprendieron a escribir y a iluminar, a mirar a cámara y a vender, a exhibir talento y también vanidades. Ese es el valor de un canal como el 7 que, a 60 años de su salida al aire, recién empieza a ser debidamente considerado en su condición de público. De él se espera que haga lo que ninguno de los canales privados se atreve a hacer. Nada más, pero nada menos.

* Periodista y escritor.

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