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Miércoles, 10 de octubre de 2012
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Opinión

El rictus del capitalismo

Por Norman Briski *

No hay un Manifiesto capitalista. Este no podría eludir la confesión de que alguien viva del trabajo de otro: yo pongo el capital y vos ponés el trabajo, porque vos no tenés el capital y yo lo tengo. También sumale los compromisos correlativos a la patronal que vos no tenés, eso nos trae cáncer, suicidio y gastroenteritis. Vos te “gastás” solamente con la “tempranidad” de llegar al laburo, el tráfico, la polución y una paga que si sabés te llenás de créditos con un capital amigo de negocios de la pobreza. A vos el Manifiesto comunista te asusta, te acompleja. Y los anarquistas tiran bombas, los locos que no piensan ni en sus hijos.

Entonces, promediando, somos todos capitalistas, peronistas capitalistas, machistas capitalistas, progresistas capitalistas, rubios cacerolistas. Capitalistas, al fin y al cabo. Por eso la frustración de que está loco el mendigo que quiere ser rey, y más loco está el rey que cree que es rey. La frustración de “depender” se digiere con democracia, con enfermedades crónicas y con afectos con intereses bancarios. Somos todos iguales, pero a la hora del orgullo, de la nacionalidad, del deseo de ver dólares, de la sexualidad como trofeo, los queremos descaradamente con el vestuario de la alienación aprobada.

La tentación es un durazno mordido.

En el arte, el teatro –si está vivo, porque hay muchos muertos que se aprenden la letra, que dependen de la puntuación– muestra en su benigna categoría única: la de resistir. Le estaría faltando la invención. Desde Beckett y Pavlovsky no veo invenciones, veo “malestar”, un “mientras tanto”, denuncias tipo Simpson, que como resistencia se vuelve entretenimiento con capital. Nunca creí que el teatro podía cambiar al mundo. Sí creí en el teatro como forma de resistencia. Simulando con esnobismo, cualificado el deseo revolucionario que podamos portar en forma subrepticia. Creí en nuevas subjetividades, nuevas estéticas. Multiplicaciones ilusorias.

Hoy el juego del teatro me sigue fascinando, pero renuncio a cualquiera de estos enunciados. Me gusta este juego extraordinario que no me deja nunca sin preguntar sobre el hallazgo, la ocurrencia. Esa es mi pasión, y si por eso alguien decide escupir la puerta de un banco, me doy por hecho.

Esto es un manifiesto y no tengo ninguna perspectiva de que no termine en el silencio que deja entrar a Ofelia por la ventana y que diga la verdad.

Cómo es posible que no hayamos hablado de la droga cuando es la endemia del capitalismo (definiendo como droga desde las palabras hasta ver el amanecer dos veces). “El capitalismo está amparado por todos los slogans, es una S.A. a la que le falta una U para saber dónde queda la central.” Lo divino promueve la santa acumulación porque es el capitalismo quien sostiene sus obispos. La verdad en el capitalismo está en sus asesinos seriales, en su maquinaria genocida de siete colores.

No con culpa, sino por vergüenza, vivimos la experiencia de explotado de ricos y pobres. Esa vergüenza se hedoniza con las drogas, algunas de ellas placenteras, otras torturantes, al fin maneras de huir ayahuascamente o anticapitalísticamente sin cambiar el estatus de dependiente. La angustia existencial fue en otro social histórico una huida más productiva. ¿Y el sexo? A puro Viagra. Plena potencia con pequeñas vicisitudes. ¿Cómo relajarse en la trinchera de la rivalidad, en la velocidad apasionante de autos, motos que se cruzan y van o vienen en un reticulado circular? Todos en la ruta de Moebius. Lo importante es el espejo retrovisor. Y los albergues como paréntesis. Lo que superará al capitalismo son sus residuos, un poemario de objetos alabados donde resuena la advertencia de nuestros muertos. Ahí el coraje podrido, el que huele y no saben dónde están sus cuerpos.

Ojalá no los encontremos nunca... están donde el entusiasmo inventa dispositivos.

* Actor, director, dramaturgo y docente. Dirige El barro que se subleva los sábados a las 21 en Calibán, México 1428.

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