En 1978, mi padre, Miguel Ocampo, decidió quedarse a vivir en La Cumbre, Córdoba, donde tenÃamos una casa de vacaciones. A los 56 años, después de décadas de vida errante como diplomático, eligió permanecer en un solo lugar para dedicarse a pintar sin interrupciones.
La Cumbre lo influenció pictóricamente como no lo hicieron Buenos Aires, Roma, ParÃs o Nueva York aunque, observando sus cuadros en la exposición retrospectiva de 51 años de pintura, él notó cómo habÃan ido cambiando a medida que cambiaban los lugares geográficos [...].
El atelier de La Cumbre, que construyó con tanta ilusión y alivio de tener finalmente el lugar soñado donde pintar, tuvo sus precursores.
Todos sus talleres en las ciudades donde estuvo se parecieron, tal vez porque él tenÃa una manera muy suya de colocar los objetos [...].
Además de las paredes blancas, el orden de sus talleres les daba a todos caracterÃsticas similares. No era el orden excesivo de Piet Mondrian en su atelier, cuando no soportaba ni siquiera tener un pincel sucio mientras lo estaba usando y que pintó cuadros a la medida de su obsesión. No llegaba a esos extremos, pero sus talleres daban la impresión de un orden planeado donde la colocación de cada objeto en un lugar establecido tenÃa su propósito [...].
En ParÃs, cuando yo era chica, empecé a observar su universo pictórico en medio de las rutinas de una familia. Llegaba a casa, se quitaba el traje, la corbata y los zapatos de diplomático, y se ponÃa la camisa medio rota, el pantalón manchado y los zapatos de pintor.
Para evitar que sus hijas, Laura, Paula y yo, nos envenenáramos con pinturas y pinceles, se nos prohibÃa terminantemente pasar el lÃmite del plástico que cubrÃa el piso. Tal vez también para que no desacomodáramos ese orden con la curiosidad de nuestra infancia.
A veces, por turnos, nos quedábamos sentadas sobre un taburete alto, mirándolo pintar. Era un espectáculo bastante hipnótico que hacÃa totalmente superflua la palabra y nos hizo adquirir a las tres el gusto por el silencio. No habÃa forma de hablar. Su pintura venÃa acompañada de música clásica, mezclada con el sonido rÃtmico de estar golpeando durante horas un pincel impregnado de pintura contra un palo. De ese modo lograba un salpicado que se inmiscuÃa entre unos finos palitos, colocados estratégicamente sobre la tela. En sus talleres, o al menos en los que yo recuerdo, no habÃa caballetes. La tela se desplegaba siempre bajo sus ojos y no enfrente.
[...] Miguel compró el loft de 135 Hudson Street [en Nueva York] en la década de los ’70 a un precio irrisorio, porque casi nadie vivÃa, ni querÃa vivir en ese barrio que no se llamaba Tribeca aún. Era un barrio de depósitos, entre otros de especias, que llenaban el aire de aromas.
Mi hermana Paula, que estuvo con él en ese loft, cuenta que en la calle Hudson habÃa un taller mecánico de autos y el mecánico estaba convencido de que allà vivÃan dos mellizos: el hermano trabajador de traje y corbata y el bohemio con ropa rota y camiseta de fútbol manchada de pintura. El mecánico se compadecÃa enormemente del trabajador que debÃa mantener al otro inútil. A veces, en Nueva York, quizá como una manifestación de nostalgia, pintaba con una camiseta de Boca...
* Extractos del libro Miguel Ocampo, de reciente publicación, con textos de su hija, Flaminia Ocampo, y fotos de Tomás Barry.
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