No hay modo mejor para conocer a las personas que dejarlas solas en la inmensidad de un espacio vacÃo. Te alejás unos metros, caminás hacia otro ambiente, mirás distraÃdamente por la ventana y, mientras tanto, los escuchás, conocés de ellos aquellas cosas que seguramente ni sus seres más cercanos conocen. Es un momento perfecto: atravesar la intimidad ajena siendo invisible, penetrar en un universo sin que ningún asunto, ninguna discusión, ningún problema te roce o te implique o te convoque.
Por eso preferÃs que no venga nadie solo. Y menos una mujer. Cierta incomodidad en esa cercanÃa forzada, en esos minutos compartiendo solo con él o con ella nada menos que un mismo techo y un mismo piso. Pero además, el que viene solo o la que viene sola se dice sus dudas con gestos que no son fáciles de descifrar o, lo que es peor, te fuerza a conversar de sus cosas como si te alquilara por un rato para ayudarlo a pensar y a decidir, como si –invirtiendo los papeles– fueras vos el alquilado en vez del espacio, y el cliente, súbitamente, se hubiera convertido en el empleado o empleada de una inmobiliaria verbal.
Fragmento de Siempre será después (Alfaguara).
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