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Jueves, 3 de abril de 2014
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Opinión

La locura de escribir

Por Susana Villalba *

“Hay libros reglamentados, conformes, escritores convertidos en sus propios policías: la forma correcta, es decir la más habitual, la más clara y más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros encantadores. Sin pozo alguno, sin noche, sin silencio. Sin auténtico autor. No libros que se incrustan en el pensamiento y que hablan del duelo profundo de toda vida.” Esto dice Marguerite Duras en Escribir. Allí habla de la casa alejada del ruido (literal y de las modas literarias) en que escuchó su verdadera voz. Habla de la “locura de escribir” como antípoda y antídoto de la locura. De la soledad del escritor como “precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar”. Habla de la escritura como el lugar donde vive (vivió). Duras no cuenta, escribe; no opina, escribe.

Y su escritura es única, aunque comenzó (y no sola) un camino hoy en día transitado: el de la no representación y del autor no omnisciente. Sus personajes no son modelos –Lol V. Stein no es un(a) Julien Sorel– y el escritor no puede saber todo de cada uno de ellos; ni siquiera sabe todo sobre lo que siente frente al que aparece: el Vicecónsul, Anne-Marie Stretter... Tampoco frente a los seres de carne y hueso sabemos mucho más, sólo la palabra existe entre el otro y uno, sólo tenemos el lenguaje como fortuna y desgracia para la percepción humana, que no es completamente real ni completamente imaginaria. Por eso sus obras no son realistas, pero tampoco lo contrario. Y también por eso su modo de no saber sobre sus personajes resulta en un saber sobre ellos mucho más profundo y delicado. Por ejemplo el amor que aparece en sus libros es ontológicamente más aproximado a lo real: es la exasperación de lo desconocido del uno frente a lo desconocido del otro. ¿El amor está en los cuerpos, en su resistencia, o es el lenguaje un (semi)conductor? El amor de una francesa y un alemán durante la Segunda Guerra. Lenguaje que se dice y que también construye inconscientemente lo que no se dice, por eso los silencios en su obra son tan importantes como sus palabras. Por eso hay siempre un tercero que es el testigo, el escritor, que intenta poner palabras a lo que supone percibir en el silencio de los otros, en las acciones de los otros, pero con la parquedad de saber que es sólo un intento. Duras no adjetiva ni explica. “Nunca he mentido en un libro”, dice; en el sentido de que no afirma lo que no sabe, pero también en el sentido de que ha esperado lo suficiente, en silencio, para que se le revele una frase que es necesaria. “Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir: todo escribe.” También su cine y su teatro son escritura.

Podríamos señalar su género (“la mujer se siente menos obligada a ser tributaria de lo social”), la atmósfera de la Indochina francesa en que se crió, el dolor de buscar a su marido secuestrado en un campo de concentración. Pero lo característico de ella es cómo, a pesar de ese dolor, no condena ni absuelve, es el testigo, no agrega juicio adjetivo o adverbial a lo que muestra, distinto de cualquier otra cosa (o persona). Es la luz con que sus palabras iluminan eso que muestra... ¿hay un alegato más profundo sobre el hambre y el abandono infantil que la niña embarazada que camina en El vicecónsul? ¿Y hay un texto que pretenda menos que ése ser un alegato? “La escritura llega como el viento, está desnuda. Y pasa, como nada pasa en la vida, nada, excepto eso: la vida.”

* Poeta y dramaturga.

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