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Jueves, 5 de junio de 2014
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Luis Ziembrowski narra una historia que, si bien no ancla en 2001, muestra el quiebre social de esa época

“Las crisis son pruebas y bordes violentos”

Desde fines de 2001, el actor pensó en escribir una historia con “los retazos de una sociedad posmenemismo”. Hoy estrena Lumpen.

Por Oscar Ranzani
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“Está bueno que en la película haya algo incómodo, molesto”, afirma Luis Ziembrowski.

El 19 de diciembre de 2001, Luis Ziembrowski estaba participando de la escena final de Sudeste, de Sergio Bellotti, en el Delta. Cuando comenzaron a suceder los hechos que derivaron en la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, el actor se enteró de lo que estaba pasando al ver las imágenes en un pequeño televisor del equipo de filmación. El rodaje era en la segunda sección del Paraná, en medio de la nada, y ninguno podía creer lo que sucedía. “Terminé esa jornada a las ocho de la mañana del 20 hundido en el agua, vestido y en las aguas del personaje del Pampa”, recuerda Ziembrowski. El actor regresó a Buenos Aires en una lancha y se fue directo a Plaza Congreso. “No pasé ni a bañarme”, dice. Camino hacia la Plaza de Mayo se encontró con su amigo Gabo Correa en el Monumento a Roca. Decidieron entrar a la Plaza de Mayo y padecieron los gases lacrimógenos que tiraba la policía. Entonces, retrocedieron. En medio del aturdimiento general, a Ziembrowski alguien le tocó el hombro. Cuando se dio vuelta, reconoció a una mujer del medio cinematográfico (de la que no brinda el nombre), quien le dijo: “¡Qué terrible!”. Y le agregó con total liviandad: “¿Y además qué estás haciendo?”. “De repente me hizo una pregunta del foyer del San Martín”, ironiza Ziembrowski, que no recuerda qué le contestó. “Pero entendí que chocaban dos ideas. Y me producía un agite del pensamiento sobre lo que pasaba con la explosión, el caos, la reacción popular y, al mismo tiempo, los retazos de una sociedad posmenemismo. Y eso fue un agite enorme para sentarme a escribir”, agrega el actor.

Esa escritura la completó años después junto a Iosi Havilio. Y así fue como Ziembrowski se decidió no sólo a escribir una historia de ficción –cuyo disparador fueron los hechos mencionados– sino también a dirigirla. El resultado es su ópera prima, Lumpen, que se estrena hoy en el Espacio Incaa Km 0 Gaumont y el 13 de junio en el Malba. Si bien no está situada explícitamente en 2001, los personajes tienen una referencia política a aquella época. Con las actuaciones de Sergio Boris (Bruno, el protagonista), Alan Daicz, Analía Couceyro y Daniel Valenzuela, Ziembrowski elaboró una ficción que permite analizar el quiebre social de aquella Argentina a partir de personajes oscuros que desnudan miserias en situaciones cotidianas y no necesariamente trascendentales, como sí fueron las de diciembre de 2001.

Ziembrowski, uno de los actores más prestigiosos del cine y del teatro argentino, aunque tal vez con menos prensa que otras figuras, había participado como codirector junto a Javier Diment en el telefilm El propietario (2008). Pero a la hora del debut en solitario y en pantalla grande explica su nuevo rol y sobre todo qué le permitió ser actor al calzarse la cámara al hombro: “Me permitió ver el aprendizaje de la convivencia en la construcción de una película. Y el acercamiento de empezar a mirar la totalidad desde ahí. Incluso, como actor, cuando uno se pone la película al hombro como protagonista de algunas historias también hay una propuesta desde el otro lado hacia la conciencia de saber cómo se ve. Tengo un conocimiento muy empírico a través del aprendizaje, además de los materiales leídos o estudiados o de haber hecho un curso de montaje con Miguel Pérez (que me permitió un montón de cosas). Pero, más allá de eso, tenía que ver con cómo yo me colocaba del otro lado a partir de lo que había aprendido del lado del actor”, explica.

–¿El film habla de una clase media desilusionada o más bien temerosa de perder lo que tiene?

–Es la consecuencia de una constante desilusión, que es el miedo a perder lo poco que se obtuvo o lo que se tiene. Es una clase media asustada, también. Ese momento me permitió verlo, más allá de lo reactivo en un sentido positivo que tuvo la clase media, por ejemplo cuando sus ahorros quedaron presos en una caja de seguridad. Al mismo tiempo, mostró un comportamiento ideológico absolutamente neurótico, de apoyo y rechazo a todo lo que emergía como algo más “peligroso” que era la revuelta popular.

–La crisis de 2001 funcionó como motor de pérdida de convicciones políticas e ideales en ciertos sectores de la sociedad. ¿Buscó reflejar también esto en la historia?

–Lumpen es como un fin de algo. Es como un tugurio argento donde está ese borde de creer que la catástrofe pertenece a una especie de ADN. Es como mostrar un sentimiento de querer que algo se acabe y, al mismo tiempo, saber que va a volver a pasar algo igual. Es una especie de ciclo que, en un sentido, es muy tremendo y, en otros sentidos, es muy interesante para tratar de buscarle un comienzo a esa madeja.

–Si bien el clima de la historia es más cercano a 2001 que a la actualidad, ¿encuentra resabios de aquello en el tejido social?

–Yo no la puntualizo en el 2001.

–Pero parece más cercana, como una atmósfera de aquella época...

–Es más cercana pero, al mismo tiempo, en diciembre de 2013, cuando fue la devaluación, estaban atentos a ver si venía la “negrada” a coparles la parada y cerraron los negocios. Se repitió exactamente lo mismo que en San Martín y Juan B. Justo en esos días previos y posteriores a diciembre de 2001. Y fue agitado mediáticamente o lo que sea. Nosotros hablamos mucho de desestabilizaciones, que puede ser cierto o no, son fantasmas que se agitan. Eso es repetido. Sonó mucho en 2001 pero está ahí, está latente.

–¿Las zonas oscuras de los personajes están ancladas en experiencias de personas reales que conoció?

–Sí, y además hay personajes de la calle de aquellos tiempos. Recuerdo que entre los vecinos nos miramos de otra manera porque hasta ese momento era: “¿Qué tal? ¿Va a comprar el pan? Que tenga buen día vecina”. Era una convivencia con algunos más y con otros menos. Pero también que todos hayamos agitado el cuerpo nos hizo encontrar de otra manera: cómo pararnos en la calle, quién está al frente de algo, quién no. En algún momento, tuve que parodiarme a mí mismo sabiendo que soy actor y que tengo cierta trascendencia al menos en mi barrio. Cuando vinieron esas movilizaciones en esos días me hacían ocupar un lugar porque, por ejemplo, en un momento se acercó una cámara al fuego que nosotros teníamos encendido y, entonces, me eligieron como el vocero. Intenté evitar la cámara por todos los medios. Y recuerdo que sólo salió mi voz. No quería aparecer, pero al mismo tiempo no podía negarme. Con algo de eso está impregnada la historia.

–¿El título alude a la mirada que tiene el personaje principal sobre los demás?

–Sí, pero hay algo recíproco, porque para mí él también está adjetivado como un lumpen. Primero que es un mundo lumpen, porque nadie labura ahí. Y la pequeña empresa que tiene Bruno la puede levantar un poquito, pero él se come la idea de “bueno, ahora que estoy acá, también me compro un auto”. También lo hace lumpen a él, que estuvo viviendo y rapiñando de su padre hasta que finalmente tuvo que ser apretado para hacerse cargo de algo. En ese sentido, también hay algo lumpen en él. Se lo puede llamar pretenciosamente “lumpen burgués”.

–¿Las máscaras del personaje funcionan como una metáfora de la doble moral de cierto sector de la sociedad argentina?

–Sí. Yo mismo me encuentro a veces con esas máscaras, sin poder saber cómo reaccionar frente a ciertos avasallamientos. Y en el caso de Bruno, cuando hablamos de la doble moral, también le doy a él un aspecto ramplón, mísero, mezquino. No muestra el juego.

–¿En los momentos de crisis sociales afloran las verdaderas personalidades de los individuos?

–Las crisis son pruebas y bordes violentos. Pueden crear traumas. Es una forma de mirar para saber cómo se puede reconstruir algo. Hay una vivencia que tiene que ver con una enorme crisis moral que fueron los ‘90. A los teatristas nos hizo encerrarnos y me parece que el teatro encontró una respuesta. Y también creo que la encontró el cine de los ‘90: encontró una mirada sobre el mundo, sobre la argentinidad. Fue una mirada profunda sobre algo constitutivamente social. En ese momento, la realidad empezó a estar mediatizada y la política empezó a estar actuada. Y eso genera algo de un agite profundo.

–¿Cree que este film puede llegar a resultar perturbador para cierto tipo de espectador? ¿Buscó generar una incomodidad?

–Algo de eso, pero no me atrevo a perturbar a nadie. No lo sé bien. Está bueno que haya algo incómodo, molesto. Recibí buenos comentarios de gente en el Festival de Mar del Plata que me decía: “Tenía ganas de irme y no podía”.

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