Arpad del sueño II
Yo estaba en Monte Hermoso, tenÃa 7 años,
era verano. Mis abuelos me habÃan llevado allÃ, como todos
los años. VivÃamos en la casilla de Don Domingo Diez, que
era de madera y estaba plantada frente al mar, sobre
pilotes que en caso de una crecida el mar no se la llevara.
TenÃa dos cuartos con cuatro camas cuchetas cada uno y
cada cama tenÃa una ventanilla expulsable que permitÃa
ver el mar o cerrarse al exterior herméticamente.
Un dÃa de los últimos de febrero, cuando mis amigos ya
habÃan partido y habiéndome quedado solo a la hora de la
siesta, improvisé con un trapo que cubrà con un pañuelo, la
figura de una especie de monje o de viejita italiana, con velo,
muy siniestro, muy misterioso.
Alcé la ventanilla e imaginé que en la playa habÃa sentado
un público, indiferente y lejano. Empecé a mover el tÃtere
que se desplazaba muy lentamente.
No recuerdo lo que decÃa.
No recuerdo ninguna de aquellas palabras. Pero me
importa su sentido. ¿Queja? ¿Pedido? ¿Ritornello?
¿Reclamo? ¿Plegaria?
En todo caso el deseo de la poesÃa.
El deseo de la palabra que se va y acaso vuelve.
La cabeza de una figurita atónita que no excedÃa los lÃmites.
cuadrados de la ventanilla me impedÃa ver el mar.
Me gustaba sólo sostener y presidir la gracia
independiente de aquel pequeño monje de trapo que se
entregaba balbuceando al aire salitroso del lugar.
* En Vigilámbulo (Adriana Hidalgo), volumen I, páginas 112 y 113.
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