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Jueves, 29 de octubre de 2015
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Pedro Costa y el extraño clima que rodea al protagonista de Cavalo Dinheiro

“Hago cine con los restos del cine”

Ganadora del Premio al Mejor Director en Locarno, la más reciente película del lisboeta nació con una idea muy diferente, centrada en Gil Scott-Heron. La muerte del músico lo llevó a volver a un personaje de películas anteriores, con un contexto ahora candente.

Por Jean-Marie Cosens
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El ecosistema de Costa está integrado por gente desposeída, producto de un flujo migratorio que los desarraigó de su tierra.

A mediados de los años 90, Pedro Costa (Lisboa, 1959) llegó por primera vez a Cabo Verde, la ex colonia portuguesa ubicada sobre el Atlántico, frente a las costas de Senegal. Allí, el cineasta por entonces treintañero filmó Casa de lava. La protagonizaba una enfermera portuguesa, que acompañaba de regreso a un albañil de ese origen, en estado comatoso tras caer de un andamio. Costa encontró, en Casa de lava, lo que podría llamarse su ecosistema cinematográfico, integrado por gente desposeída, producto de un flujo migratorio que los desarraigó de su tierra de origen, sin darles posibilidad de integrarse a la ex metrópoli.

En la siguiente Ossos (1997), Costa filmó a esa gente real –algunos de ellos portugueses pobres, otros inmigrantes caboverdianos– en su hábitat real, el barrio paupérrimo de Fontainhas, en Lisboa. Allí volvió poco más tarde para seguir con su saga, en No quarto da Vanda (2000), íntegramente filmada entre las cuatro paredes del título. La siguiente Juventud en marcha (2006) transcurría en lo que quedaba de Fontainhas, ya que el gobierno municipal decidió demoler el barrio, dando a los vecinos la posibilidad de relocalizarse en un complejo de monoblocks a estrenar. La paradoja es que entre esas paredes inmaculadamente blancas y pisos lustrados ellos se sentían aún más desarraigados.

Ganadora del Premio al Mejor Director en la edición 2014 del Festival de Locarno, Cavalo Dinheiro es el nuevo avatar de esta melancólica saga, protagonizada por las hermanas Vanda y Zita, en Ossos y No quarto da Vanda, y por el septuagenario Ventura, padre ficcional de ambas, en Juventud en marcha y Cavalo Dinheiro. En la entrevista que sigue, el cineasta lisboeta habla sobre las relaciones entre su cine y lo real, su apuesta por quienes lo perdieron (casi) todo, su credo ético y estético, su rumbo hacia la abstracción representativa, su abortado proyecto junto al fallecido Gil Scott-Heron y su inesperado optimismo, en relación con el futuro de las imágenes.

–¿Cómo fue que decidió volver sobre la figura de Ventura?

–Todo parte de cosas que el propio Ventura me contó, y que me pareció que en un momento como el que vivimos adquirían nuevo sentido. Es un momento de perplejidad en mi país. Un momento de enorme crisis en Europa y en el mundo. La gente está como en espera de algo, y nos pareció que eso daba el marco adecuado para una película que tiene una faceta como suspendida, fuera del tiempo. Sin embargo, originalmente el proyecto era totalmente otro.

–¿A qué se refiere?

–La idea inicial era filmar con el songwriter estadounidense Gil Scott–Heron. Yo no tenía muy claro qué, era una cosa un poco vaga que giraría alrededor de su música y su poesía, pero donde intervendría también la voz de Ventura. La idea era que esa película fuera como un largo rap, una especie de misa recitada que trataría sobre la guerra y la esclavitud. Hubiera sido sin duda una película más abstracta que ésta. Lamentablemente Gil murió antes de que pudiéramos iniciar el proyecto.

–¿Sobrevivió algo de ese proyecto?

–Los temas que yo quería tratar allí: la guerra y la esclavitud. Hay un encadenamiento entre la inmigración, el viaje, la esclavitud y el trabajo, que los recientes sucesos en Europa no hacen más que exponer, de modo más crudo que nunca. En Cavalo Dinheiro ese encadenamiento se hace presente en la actualidad y los recuerdos de Ventura y sus compañeros.

–¿De qué trataban los relatos de Ventura a los que hacía referencia antes?

–El me contó sobre episodios sucedidos durante la llamada Revolución de los Claveles, que tuvo lugar en Portugal en 1974. Me causó mucha sorpresa observar cómo cada uno había vivido la misma situación. Yo tenía 13 años en ese momento y viví ese clima revolucionario con felicidad, gritando en las calles, ocupando fábricas y escuelas. El y sus amigos inmigrantes, en cambio, andaban al mismo tiempo por los mismos lugares, ocultándose de los agentes del Departamento de Inmigración. Fue puesto en prisión y cayó, según me contó, en un sueño profundo. El rodaje fue devastador, ya que Ventura no podía dejar de recordar esa experiencia. Pero creo que hicimos la película para finalmente olvidar, para terminar de una vez con eso.

–¿Qué lo lleva a regresar a los mismos personajes?

–Nos comportamos un poco como los gatos, que cuando encuentran un lugar en el que se encuentran a gusto se acomodan allí. No puedo filmar otros lugares que no sean aquéllos donde vivo. Lo contrario me parece un poco falso.

–¿Cómo dio con la idea de fusión temporal que anima la película?

–Me pareció que no había otra manera de hacer entrar el pasado. El cine tiene lugar siempre en tiempo presente. La Historia también, la Historia transcurre siempre ahora. A eso le llamaba Unamuno el sentido trágico de la vida.

–Su estilo parecería ir camino de una abstracción cada vez mayor.

–No es que me lo proponga. Llego a ello un poco por descarte de las otras opciones que se presentan. Descarto el aspecto un poco grande y excesivo del cine, del arte en general. Descarto un abordaje documental a la manera de lo que se estila mucho actualmente, que es como una mezcla de documental con culebrón realista. Y me queda esto, que por otra parte está a mi alcance en términos de producción, ya que es un tipo de cine que puedo filmar con un equipo pequeñísimo y en formato digital. Tengo la sensación, en Cavalo Dinheiro más todavía que en las anteriores, de que hago cine con los restos del cine, con lo que queda en pie, tras la devastación que arrasa el mundo de las imágenes y los sonidos.

–Puede sonar melancólico el planteo, pero sin embargo con esos restos, con esa escasez, usted logra hacer una película poderosísima. Y eso resulta sumamente esperanzador.

–Es verdad. Creo que incluso hice la película un poco para demostrar que se puede hacer una película así, con una camarita digital, una toma de sonido y una o dos fuentes de luz, nada más. No sólo se puede, diría yo, sino que se debe, hay que continuar filmando de este modo. No hace falta toda la tecnología ni la maquinaria, ni los mil trucos que nos quieren hacer creer que son propios del cine.

–¿Cuánto costó la película?

–Menos de cien mil euros, incluyendo una edición de imagen y sonido tremendamente sofisticada. Si hay algo que permita tener esperanza en el cine del futuro es esta reducción progresiva de costos, que hace cada vez más factible el hacer cine. En pocos años más, esta película que ahora me costó 80 mil euros me saldrá tres veces menos. Cuando podamos hacerla por 5 mil euros, allí algo podrá empezar a funcionar. Eso espero.

–¿Encuentra algún parecido entre la devastación simbólica de la que habla y la devastación real, que sufre la gente más indefensa?

–Sin duda. Los vecinos de Fontainhas también son sobrevivientes de una devastación, también trabajan a partir de restos. Suelo decir que hacemos más con los que nos quitan que con los que nos dan. Y a los protagonistas de mis películas les quitaron casi todo, salvo esos restos que aún les quedan. Les quitaron las casas, las paredes, el suelo, el techo, el cielo...

–¿Cree que también ellos, como el cine que usted hace, demuestran que la sobrevivencia sigue siendo posible?

–Claro que sí. Al final de la película, Ventura sale a la calle, y se queda mirando unos cuchillos que hay en la vidriera de un negocio. Sale de esa larga pesadilla vigorizado. Está listo para actuar y necesita un arma. Está deseoso de hacer justicia.

* Traducción, edición e introducción: Horacio Bernades.

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