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Jueves, 4 de febrero de 2016
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Opinión

La obra maestra

Por Andrés Di Tella *

Ricardo Piglia empezó a escribir su mítico diario a los 16 años. Medio siglo más tarde, después de vivir muchos años en el exterior, volvió a Buenos Aires con una deuda pendiente: leer su propio diario. Tan mítico es el diario que algunos han dudado de su existencia. Una tarde, Piglia abrió el ropero de su estudio, donde guardaba en cajas de cartón montones de cuadernos apilados desordenadamente.

–Mirá, estos deben ser los más antiguos...

Con una especie de temblor ante lo sagrado, tuve entre mis manos y pude hojear uno de los cuadernos, de tapas negras de hule descascaradas, hojas amarillentas con manchas de humedad. Se me cayeron torpemente unos papelitos, y la fotografía de una mujer, guardada entre sus páginas. “No hay ningún secreto”, me dijo con una sonrisa, al recoger rápidamente los papeles del piso.

–¿Nunca intentaste leerlos todos?

–No. Alguna vez intenté copiarlos a máquina, pero en seguida dejé de hacerlo. Es medio duro el asunto.

–¿Por qué?

–En el sentido de volver atrás y recorrer la propia vida, ¿viste? No es nada sencillo.

Hace tiempo que quería hacer el experimento de realizar un diario cinematográfico. En ese momento, casi como un desafío, surgió la idea: ¿Por qué no filmar el “diario” cinematográfico que yo quería hacer, pero a partir de los diarios de Piglia? Es decir, filmar el diario de la lectura de un diario. A Piglia siempre le gustaron los riesgos, en la literatura y en la vida. Y era un riesgo exponerse así. Como él mismo dice de su diario: “Por supuesto, no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un payaso”.

El proyecto del documental –327 cuadernos– le sirvió al principio comodemanda o incentivo para ponerse de una vez a leer sistemáticamente los cuadernos. Tuvo momentos de arrepentimiento, otros de entusiasmo. A la vez, con gran generosidad, fue mostrándome lo que hacía con los diarios: había episodios registrados allí que él no recordaba, así como recordaba otros que no encontraba registrados. Trataba de encontrarle sentido a los distintos episodios; trataba de reconstruir lo que no estaba en el diario; sumaba un relato inédito que el tiempo había transformado para él en un documento más del diario; agregaba circunstancias para que se entendiera una anotación enigmática, a veces reescribía páginas enteras, hacía pruebas como por ejemplo pasar entradas de la primera a la tercera persona, para hablar de sí mismo como si hablara de otro. Lo que permitió la larga duración del proceso de rodaje –tres años en total– es que se puede ver cómo él va transformando lo que lee y cómo lo que lee también lo va afectando. El que empieza la lectura de los diarios –y la película– no es el mismo que el que termina.

El diario, de por sí, en relación a la experiencia vivida, plantea la cuestión de qué pasa con los recuerdos, con las vivencias, una vez que se incorporan a una escritura, o a un relato. ¿No interviene allí, necesariamente, la ficción? Los diarios de Emilio Renzi son el diario de Ricardo Piglia, sí, pero a la vez son otra cosa. No dejan de tener valor como documento, pero constituyen una obra en sí misma, quizá la obra maestra de su autor.

* Cineasta.

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