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Jueves, 8 de febrero de 2007
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OPINION

Una Meca latinoamericana

Por Noe Jitrik
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Desde que Sarmiento celebró a Martí, cuando su primer artículo en La Nación, la literatura cubana nunca estuvo ausente de la Argentina; a veces con menos fuerza, como entre 1900 y 1930, pero en la década del ’40 los cubanos se ligaron fuertemente a nuestra literatura. Nicolás Guillén era un asiduo visitante y Virgilio Piñera residía en Buenos Aires, formaba parte del equipo que en la confitería del Gran Rex estaba traduciendo Ferdydurke, de Gombrowicz. Lino Novás Calvo publicaba y traducía en Buenos Aires, se sabía de los trabajos de Lydia Cabrera y de Fernando Ortiz y, a la recíproca, en Cuba, la literatura argentina tenía su lugar. Cuando se produjo la revolución y el “boom” de la literatura latinoamericana estaba en plena posesión de su energía, no sólo la obra de Carpentier sedujo, con El siglo de las luces, sino muchos escritores que la revolución despertó de un sueño de opresión y chatura. El excepcional Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, fue conocido y celebrado y varias editoriales se ocuparon de divulgar nombres, como el de José Lezama Lima que sólo había sido conocido por su revista Orígenes y por gente tan calificada como Borges, recuperado por Cortázar y cuyo barroco y preocupación por el barroco americano dieron nacimiento al neobarroco argentino, con cultores tan preciosos como Perlongher, Libertella y Arturo Carrera.

Todos estos fenómenos reinstalaron la literatura cubana en el creciente interés por lo latinoamericano que obtuvo, a partir de entonces, un puesto de excepción en las universidades. Desde luego que mucho tuvo que ver la existencia –la subsistencia– de la revolución, una de cuyas estrategias fue proyectarse hacia América latina: la Casa de las Américas, los concursos –en los que numerosos argentinos obtuvieron premios– y las frecuentes invitaciones. Todo parecía indicar que La Habana se había convertido en la Meca de la literatura latinoamericana. Hasta que sobrevino el bochornoso asunto Padilla que alejó a muchos y fue el comienzo de una suerte de sovietización que por suerte parece ser cosa del pasado. Me atrevería a decir que la literatura argentina está más presente ahora en Cuba que la cubana aquí. Vivimos en un mundo en el que se ha renunciado a descubrir textos y en el que se hace aparecer como indispensable y canónico algo que se ha impuesto ya en otra parte. De este modo, si yo pude leer y apreciar a Arenas, Vitier, Diego, Fornet, Fernández Retamar, Desnoes, Heras, Estévez, y lo sigo haciendo, sé muy poco y nada de los nuevos, estoy, estamos, al margen de una producción. Con el resto de América latina pasa lo mismo. Siento un poco de nostalgia por la época en que a nadie se le hubiera ocurrido poner a continuación de un nombre el adjetivo “cubano”, según la pésima costumbre que empezó a imponerse en el periodismo cultural después de los ‘60. Buenos Aires era una capital; ahora es un suburbio de Nueva York o de Barcelona.

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