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Jueves, 26 de abril de 2007
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TEXTUAL

Desde el primer contacto, mi hermano y yo nos medimos con él vertiendo pimienta en su tetera. No le dio risa, nos sacó de la casa y nos golpeó con severidad. Puede ser que otro hombre, quiero decir uno de esos “tíos” que frecuentaban el departamento de mi abuela, se hubiera contentando con reírse. Aprendimos de golpe que un padre podía ser temible, que podía castigar e ir a cortar las cañas al bosque y usarlas para golpearnos las piernas. Que podía instituir una justicia viril que excluía cualquier diálogo y cualquier excusa. Que bastaba esta justicia en el ejemplo, negaba los acuerdos, las delaciones, todo el juego de lágrimas y promesas que nos habíamos acostumbrado a jugar con nuestra abuela. Que no toleraría la menor manifestación de falta de respeto y que no aceptaría ninguna veleidad de crisis de rabia: la cuestión para mí estaba bien clara, la casa de Ogoja era de una planta y no había ningún mueble que arrojar por la ventana. Era el mismo hombre que exigía que se rezara cada noche a la hora de acostarse y que el domingo estuviera consagrado a la lectura del libro de misa. La religión que descubríamos gracias a él no permitía acomodamientos. Era una regla de vida, un código de conducta.

* Fragmento de El africano (Adriana Hidalgo).

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