Me quedé tendido sobre el pasto durante cuatro, cinco horas. Cansado, muy cansado. SentÃa que el tiempo resbalaba, como si en realidad no transcurriera. Las luces me parecÃan opacas, los ruidos silenciosos: de mentira. Todo de mentira. Una escenografÃa. Una familia de ratones cruzaba una y otra vez frente a mÃ. Tres ratones grandes y cuatro pequeños que iban y venÃan desde unas tablas arrumbadas. Siete fantasmas grises. Quise matar a uno, destriparlo y dejar que se pudriera al calor de la noche. ¿A qué huelen los ratones muertos? ¿Lo sabÃa Tania? Tania, Tania. Yo me pudrÃa al calor de esa noche y al jaguar se le pudrÃan las heridas. ¿A qué huele lo que tiene una mujer entre las piernas? ¿Huele a ratón muerto? ¿O huele a traición? ¿O huele a Gregorio o huele a mÃ? ¿A qué chingados huele? Pensaba y pensaba y no me movÃa, mirando a los ratones, boca abajo, en espera de que el mundo, en una de sus vueltas, terminara por arreglar lo que yo habÃa desarreglado. Y no me movÃa, pensando... pensando, mientras los ratones se deslizaban frente a mÃ, nerviosos, vigilantes. Logré incorporarme y me senté en el montÃculo. Los ratones huyeron. Los espié en su madriguera pero ya no aparecieron. Decidà que lo mejor que podÃa hacer era refugiarme en el 803. Salà a la calle. Aunque una estación del metro se encontraba cerca, preferà tomar un taxi. Le pedà al conductor que me llevara a la calle de Pirineos, en la colonia Portales. Abrà la ventanilla para que el viento me pegara en la cara. Pensé en Tania. No querÃa perderla. La amaba demasiado, caray, demasiado.
* Fragmento de El búfalo de la noche (Norma).
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