Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus dÃas, los bebés manotean, como buscando a alguien.
Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus dÃas, mueren queriendo alzar los brazos.
Y asà es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, asà de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.
Una pareja venÃa caminando por la sabana, en el oriente del Africa, mientras nacÃa la estación de las lluvias. Aquella mujer y aquel hombre todavÃa se parecÃan bastante a los monos, la verdad sea dicha, aunque ya andaban erguidos y no tenÃan rabo.
Un volcán cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la boca. El cenizal guardó los pasos de la pareja, desde aquel tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora, que aquella Eva y aquel Adán venÃan caminando juntos, cuando a cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos por su cuenta. Después, volvió al camino compartido.
Las huellas humanas más antiguas han dejado la marca de una duda.
Algunos añitos han pasado. La duda sigue.
Según dicen algunas antiguas tradiciones, el árbol de la vida crece al revés. El tronco y las ramas hacia abajo, las raÃces hacia arriba. La copa se hunde en la tierra, las raÃces miran al cielo. No ofrece sus frutos, sino su origen. No esconde bajo tierra lo más entrañable, lo más vulnerable, sino que lo arriesga a la intemperie: entrega sus raÃces, en carne viva, a los vientos del mundo.
–Son cosas de la vida –dice el árbol de la vida.
La abuela Raquel estaba ciega cuando murió. Pero tiempo después, en el sueño de Helena, la abuela veÃa.
En el sueño, la abuela no tenÃa un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesÃa de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedÃa a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella querÃa ver el puerto de Buenos Aires.
Y asÃ, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veÃa el puerto del paÃs desconocido donde iba a vivir toda su vida.
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