A Marina, y no era una excepción, le gustaba todo lo que tuviera que ver con la comida: mirarla, olerla, tocarla, hablar de ella. Pronto descubrió que delante de Herminia no tenÃa que mencionar nada relacionado con la cuestión. Herminia, con sus gestos un poco bruscos, era una persona dulce y ocurrente, que mantenÃa con extrema rigidez las reglas del establecimiento. Se habÃa convertido en una especie de monja laica, y recitaba el reglamento como si fuera el rosario. Como los demás Recuperados, era más exigente que las Tutoras, aunque no tuviera tanto poder. Todos los que habÃan adelgazado más de treinta o cuarenta kilos se convertÃan de algún modo en fanáticos y eso no era malo, el fundamentalismo salvaba de la tentación. Pronto saldrÃan a la calle, al mundo salvaje y colmado de locura, tenÃan miedo.
En cambio, cuando Herminia no estaba en la barraca o cuando salÃan a caminar juntas por el predio, Marina y Denise hablaban de comida sin parar, con alegrÃa, como náufragos sin esperanza de rescate. Denise era muy gourmet, hablar con ella de comida era un placer que llenaba la boca de saliva y el alma de expectación. No en vano trabajaba en una biblioteca: como un personaje de Fahrenheit 451, se sabÃa de memoria muchos pasajes de libros famosos que tenÃan que ver con la comida. A cada uno de los horrores que les leÃan durante el almuerzo y la cena (generalmente asociados con situaciones de descontrol), ella tenÃa para oponer (pero sólo lo hacÃa en privado) alguna prohibidÃsima página de Gargantúa y Pantagruel.
Fragmento de El peso de la tentación (Emecé).
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