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Sábado, 28 de mayo de 2005
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Nota de tapa

Los hijos de Gulliver

Casi todas las tradiciones mitológicas comienzan con gigantes que construyeron, hicieron, lucharon y fueron o no derrotados. Es posible, aunque no seguro, que la figura del titán, o del gigante, esté relacionada con la acromegalia, una enfermedad que afecta a cinco personas de cada cien mil. Descripta por primera vez en 1885, el gigantismo (otro nombre de la enfermedad), ahora se sabe, consiste en la producción indiscriminada de hormona del crecimiento. Legendaria o no, la acromegalia es difícil de diagnosticar y requiere (y merece) tratamiento. Los titanes que construyeron las murallas de Troya, seguramente, no lo sabían.

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El actor Richard Kiel junto a Barbara Bach en The Spy Who Loved Me.
Por Enrique Garabetyan

Cuando se combinan las palabras griegas akron (extremidades) con mega (grande) se obtiene la precisa denominación de una de las enfermedades más extrañas entre las que fatigan a los seres humanos. Y que también puede anotarse en la lista de las más llamativas, porque los afectados de “acromegalia” (también llamada gigantismo) difícilmente pasen desapercibidos, cosa que testimonia la evocación de figuras de la música y la literatura que la sufrieron en huesos propios.

La afección que amplifica los brazos, manos, piernas y rasgos faciales amerita ser llamada “rara” porque las cifras epidemiológicas indican que la incidencia es baja: aproximadamente entre 5 y 6 casos por cada 100 mil adultos, y no distingue entre hombres y mujeres.

Todo esto se traduce en que un país como Argentina cuente con unos 600 pacientes diagnosticados, aunque –por sus particulares y confusos síntomas– hay una abundante cantidad de casos en los que el mal pasa desapercibido durante décadas. Tema que no es menor, si se piensa que la falta de adecuado tratamiento les provoca a los afectados una reducción en la expectativa de vida de alrededor de una década si se la compara con la del resto de la población. A esta vida más corta, hay que sumarle otras secuelas. Así, el paciente aquejado de “hiperpituitarismo” –otro de los nombres que recibe la enfermedad– tiene una mayor probabilidad de sufrir una completa lista de complicaciones que van desde infartos y embolias a problemas neurológicos, artritis, apnea del sueño, diabetes y una cantidad de tumores.

Para diagnosticarla con certeza, los endocrinólogos deben buscar, aparte de rasgos físicos llamativos, otros síntomas que –usualmente– cambian según cuánto tiempo hace que el candidato la padece. Entre estos indicios se destacan la hinchazón de manos y pies, facciones que se vuelven toscas (a medida que los huesos crecen y la piel y otros tejidos blandos se estiran), aumento de sudoración, agravamiento de la voz y engrosamiento de las costillas (lo que genera que el pecho tome forma de barril). Por supuesto, estos crecimientos anormales causan un compendio de dolores en las articulaciones, debilidad y sensaciones extrañas en brazos y piernas, sonoros ronquidos, severos dolores de cabeza, pérdidas parciales de la visión e impotencia sexual. Y si la paciente es mujer puede sumársele el ciclo menstrual irregular.

Aparte de identificar esos rasgos, los expertos pueden encargar un par de estudios complementarios lógicos: radiografías, para determinar el engrosamiento óseo y exámenes de sangre para comprobar los niveles de concentración de la hormona de crecimiento. En algunos pocos casos también es posible recurrir a la comparación de fotografías de la persona que permitan comprobar la naturaleza de los cambios físicos experimentados por el presunto paciente a lo largo de los años.

Hormonas desbocadas

A un siglo y monedas de su descripción médica oficial, está claramente comprobado que la enfermedad surge –en el 90 por ciento de los casos– cuando en la hipófisis se desboca la producción de la hormona de crecimiento (HC). Comúnmente esto ocurre por el crecimiento de un tumor benigno que se aloja en dicha glándula. A pesar de su denominación “tumoral”, no es un típico cáncer sino un conjunto de células enfermas cuya acción provoca la elevada secreción de la HC. Esta, a su vez, influye sobre la concentración de otro compuesto asociado, el IGF-1 (factor de crecimiento insulínico Tipo 1). Así se configura una serie de desajustes hormonales que terminan causando el crecimiento desmedido de ciertas partes del cuerpo (básicamente de los huesos de manos, pies y faciales). Vale recordar aquí que, normalmente, el pico de producción de estos productos glandulares se concentra en la adolescencia, para luego decaer de forma sostenida hasta alcanzar niveles muy bajos en los adultos y ancianos, fenómeno que, obviamente, no se verifica en quienes sufren de acromegalia.

Por otra parte, los microtumores glandulares de la hipófisis pueden volverse “macro”, llegar a medir hasta 6 centímetros de diámetro y por ende engendrar violentos dolores de cabeza y trastornos de la visión lateral, ya que por la vecindad de la hipófisis circula el nervio óptico.

Tierra de gigantes

Hacia 1885, el doctor Pierre Marie trabajaba en la Salpetrière, un hospital parisino, junto al por entonces ya afamado neurólogo francés Jean-Martin Charcot (el mismo que pasó a la historia como el maestro de Sigmund Freud). Marie atendió en esa época a un par de pacientes, mujeres, muy particulares. Luego de investigar la literatura médica contemporánea, reunió los detalles y publicó en la Révue Médicale Française, un artículo científico bajo el título “Hypertrophe singulière non congénitale des extrémités supérieures, inférieures et cephalique”. Allí, prolijamente describía la afección que propuso llamar “acromegalia”, aunque –como suele ocurrir– a propuesta de sus discípulos también se la denominó como “mal de Pierre Marie”.

Por cierto, y honrando la mejor tradición médica, Marie reconoció que para esa época ya había en la literatura, tanto en la médica como en la de ficción, numerosas citas de casos que podrían definirse como ejemplos típicos de su recién bautizado mal. Esto es fácilmente verificable ya que en pintura es posible ubicar retratos renacentistas donde sus protagonistas son gigantes y no precisamente míticos. Y, por supuesto, son más que conocidas las leyendas y textos sobre cíclopes y otros personajes enormes en libros tan difundidos como las aventuras de Gulliver, e incluso, en la Biblia.

Por el lado de los antecedentes propiamente clínicos, es posible encontrar un puñado de descripciones de casos similares hechas en 1801 por cirujanos como Nicholas Saucerotte. O, en 1883, por Friedrich Daniel von Recklinghausen. Y hay varios comentarios de Fritsche y Theodor Klebs hechos durante 1885. Pero, como suele ocurrir, la gloria y el nombre fueron para el primero al relacionar y sistematizar los síntomas y, además, al publicar la idea.

Opciones para sanar

Aunque a la acromegalia usualmente se la descubre entre la cuarta y quinta década de vida, también se reconocen casos en los consultorios pediátricos y, si el mal se enseñorea del cuerpo antes del “cierre” de los cartílagos de crecimiento, los médicos lo denominan con su tercer sinónimo: “gigantismo”. En esa oportunidad el rasgo principal es el resultado del ensañamiento de la enfermedad con la estatura, en lugar del engrosamiento y alargamiento de rasgos faciales y extremidades que se verifica en los adultos.

Entre los llamativos motivos que pueden dar un indicio de la enfermedad, se anotan algunas peripecias cotidianas poco comunes. Por ejemplo: un anillo que ya no entra en el dedo o la periódica compra de zapatos que requieren un talle mayor. En muchos casos esas consultas, y otros síntomas vagos y aislados, generan un deambular que puede extenderse por más de una década, de clínica en hospital y de clínico a especialistas, buscando explicaciones. Con un poco de suerte, la persona termina recibiendo el diagnóstico de acromegalia, generalmente de manos de un endocrinólogo. Y allí mismo se enumera una panoplia de recetas básicas y combinadas.

El objetivo central será volver los niveles hormonales alterados a la normalidad. Para eso el primer procedimiento suele ser la extirpación quirúrgica de la mayor porción posible del tumor. Pero, en numerosas ocasiones, no se logra remover por completo y no se alcanzan las concentraciones esperadas. Surge entonces la segunda alternativa, o complemento: radiación y medicación para normalizar los procesos metabólicos. Y en esta vía se vuelve clave un afinado tratamiento farmacológico porque los efectos de la radioterapia pueden tardar varios años en hacerse sentir de manera efectiva.

Sobre esta línea, hace apenas un par de años, los investigadores farmacéuticos dieron con un sustancia análoga a la HC que fue modificada genéticamente de manera que compita con ella a la hora de buscar receptores moleculares específicos. La consecuencia es que, por la eficaz pugna que le plantea la análoga, el exceso de HC en el cuerpo no logra encender de manera eficaz la mecha de los procesos bioquímicos que desembocan en el sobrecrecimiento. Y los resultados positivos de este medicamento llegan al 97% de los casos.

Evitando el golpe bajo, vale la pena volver al principio y cerrar el tema recordando que el campo del arte argentino brindó dos ejemplos de acromegálicos en los que los alargados miembros y pronunciados rasgos no fueron responsables de la fama de sus poseedores. Claramente fueron las dotes literarias y musicales las que hicieron un grande a Julio Cortázar y un gigante a Edmundo Rivero.

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