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Sábado, 4 de febrero de 2006
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LOS FUGACES ATOMOS Y MOLECULAS DE LA EXISTENCIA

Las partículas elementales

Por Federico Kukso
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Todo lo que existe perece. Hasta que surja alguien que logre torcer la constante universal más democrática, el fin último de todo habitante de este universo, de toda danza atómica y molecular que una vez engarzadas arman el molde de un organismo o de una cosa, será no la desaparición sino la transformación: no porque con la muerte biológica arrecie una tendencia disipatoria atómica hacia el vacío sino más bien porque con más frecuencia de lo que se cree los ladrillos básicos del universo encuentran –aun durante la vida o existencia de un individuo o cosa– nuevos compañeros de enlace, parejas de baile a estrenar. Y una vez en el ruedo levantan otro ser, otra piedra, otra gota de agua, otro planeta. Sólo pensar cuántas formas adoptaron nuestros átomos en su trajín pasma. De hecho, el 100% de los átomos que componen la estructura física de un hombre y de una mujer no son exactamente los mismos que aquella mochila de átomos con la cual uno estrenó su título personal de ciudadano del mundo.

Así, la constitución única del cuerpo humano, en verdad, no es más que una costra, una ilusión, un supuesto identitario que sirve más para pensarse de alguna manera único e irrepetible que un enjambre anónimo de millones y millones de invisibles y errantes átomos dispuestos espacial y temporalmente de una manera quisquillosa para formar algo o alguien. Por más crueles que puedan resultar para el ego, ejemplos como éste son datos crudos de la realidad, hechos que o bien actúan como máquinas de demolición de las personalidades más acérrimas o bien sirven para aunar en una especie de comunión cósmica con todo lo que existe y alguna vez existió.

“Somos polvo de estrellas”, fue la práctica frase-slogan que Carl Sagan acuñó para aludir lateralmente a esta condición atómica de la existencia y para referirse al linaje extraplanetario humano. No fue el título de un nuevo curso de filosofía esporádica sino más bien una respuesta estrecha al origen estelar de todo ser humano. Además de su luz estridente, los densos tirones gravitatorios que ejercen sobre todo lo que las circunda o su caprichoso rol protagónico en toda fábula astronómica, uno de los rasgos más insidiosos de las estrellas ronda en torno al privilegio creador que las distingue: allí, en su centro, es, al fin y al cabo, donde nacen –podría decirse también “se cuecen”– buena parte de los átomos que hoy llenan el universo más allá del hidrógeno y el helio. No hay otro lugar, ni fábricas alternativas. Las estrellas fueron y son el horno de lo que es, fue y será.

De ahí se entiende la idea de transitividad existencial: un átomo minúsculo de la punta de nuestro pie alguna vez pudo pertenecer a un cocodrilo africano, a un colibrí pampeano, a un murciélago ciego de Kuala Lumpur, al dedo meñique de Genghis Khan, a la nariz de Juana de Arco, a la ceja de Aristóteles, al bigote prominente de Nietzsche. Vaya privilegio. Es que todo cuerpo intercambia átomos con su medio; continuamente. Así fue desde el principio y se supone que será hasta el final. Los 92 tipos de átomos que hay en el universo luego de ser fabricados a través de las reacciones nucleares estelares saltan de un lugar a otro enlazándose y disipándose, uniéndose y divorciándose, sin importar quién o qué sea el destinatario momentáneo. Tan es así que se calcula que cada tres años el cuerpo humano renueva completamente todos sus átomos. Si se tuviera una mirada sustancialista de la vida, se podría arriesgar entonces que cada 36 meses uno es otra persona y, por ende, merecedor de un nuevo nombre y apellido, un nuevo punto de arranque para una nueva vida. Ante tanta renovación, se podría también llegar a divagar que ninguna sociedad se mantendría en pie. Sería el fin –al menos nominalista– del negocio de la cirugía estética, de los gurúes orientales promotores de salidas existenciales fáciles o el epílogo de las promesas vacías de los pastores brasileños que disparan esperanzas, risas y dudas a altas horas de la noche en televisión. El caos sería total y lo estático sucumbiría. Tal vez lo mejor sea, pues, suscribir a la tesis del famoso físico Freeman Dyson según la cual la vida radica más en la organización que en la sustancia.

Frente a la finitud de toda vida humana, los átomos –o mejor dicho sus núcleos– pasarían por eternos. Es más, si pudieran hablar serían capaces de vanagloriarse de su promiscuidad estructural: millones y millones de organismos existieron y se levantaron gracias a ellos. El tiempo está de su lado: por ahora nadie llegó a un número redondo, aunque el astrofísico Martin Rees calculó que un átomo –un núcleo– podría durar algo así como 1035 años.

Si eso no basta para sacudir la noción gestáltica del cuerpo, bien podría recurrirse a otro dato incuestionable de la naturaleza: aquello que percibimos como materia continua es en realidad una sustancia porosa y fugaz. Cada segundo que pasa un individuo es abandonado por casi 400 mil átomos que deciden partir y amarrarse a lo que encuentren afuera: a la cabeza de la cama, al asiento del colectivo, al hombro del vecino. No es para desesperarse si se considera que cada célula está constituida por 90 trillones de átomos. Lo que tal vez tumbe al más confiado sea enterarse de que uno es más vacío de lo que cree. No porque alguien lo acuse de hueco sino debido a la propia forma de ser de los ladrillos que nos componen: se calcula que si el átomo fuese un estadio, el núcleo tendría el tamaño de una pelota de fútbol. Así de insignificante es el pequeño y todopoderoso átomo, lleno de gloria y repleto de vacío. Multiplicado por los trillones de átomos que nos componen, la cuenta indicaría que estaríamos hechos de 99,999% de espacio vacío, y solamente 0,001% de materia.

Pero hay más: si se saltase de escala –del átomo a la célula–, lo efímero de nuestra constitución entraría en primer plano: tenga uno la edad que tenga, se sabe ahora que el cuerpo humano sólo goza de 10 años. La clave está en la renovación. Gracias a un nuevo método para calcular la edad de las células humanas un tal Jonas Frisen, biólogo del Instituto Karolinska de Estocolmo, Suecia, arribó a una estimación tal vez alentadora para aquellos que buscan todos los medios y excusas para sentirse jóvenes: por empezar, las células de los músculos que rodean las costillas presentan un promedio de edad de 15 años; las células que recubren la superficie del intestino, cinco días; las que rodean el estómago sólo duran tres días; los glóbulos rojos, 120; la epidermis, o capa superficial de la piel se recicla cada dos semanas; un hígado, cada 300 y 500 días; y se estima que el esqueleto completo se renueva aproximadamente cada diez años en los adultos.

Así, somos todo y somos nada: estos hechos no hacen más que sacarle canas a la bien fortalecida idea moderna del individuo, aquella que dice que uno es aquello que no es el mundo; uno es su cuerpo, frontera que delimita el afuera del adentro, la objetividad de la subjetividad, el “yo” del “ellos”. Algo tan simple y crucial; algo que necesariamente debe ser más que una frágil y tenue construcción del pensamiento.

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