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Sábado, 14 de abril de 2007
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Por Ana Maria Vara y Diego Hurtado de Mendoza
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LOS RATONES TRANSGENICOS FLUORESCENTES NO ESCAPARON A LA TENDENCIA DE PATENTAR ORGANISMOS VIVOS.

En 1994 se publicaron dos libros que se proponían describir el cambio estructural en el campo de la investigación científica y tecnológica que se inició en los ’70 y que desencadenó una compleja reconfiguración en las relaciones entre producción de conocimiento, industria y sociedad.

Prometheus Bound: Science in a Dynamic Steady State, del británico John Ziman, sostenía que el crecimiento exponencial de la investigación, concebida como empresa académica financiada por los estados, estaba tocando un techo presupuestario. Se imponía un modo de administración más exigente y racional, más “fuertemente organizado”: el espacio para la creatividad individual se restringía, la ciencia estaba siendo “colectivizada”.

En la visión de Ziman, los ideales tradicionales que para el sociólogo Robert Merton caracterizaban a la comunidad científica, resumidos en el acrónimo inglés “CUDOS” –comunalismo, universalismo, desinterés, originalidad y escepticismo–, entraban en tensión con lo que llamó “ciencia postacadémica”, caracterizada por nuevos valores propios de la investigación industrial y orientada a resultados de corto plazo. El acrónimo CUDOS debía ser reemplazo por “PLACE”: carácter propietario, local, autoritario, por encargo y experto.

Simultáneamente, Michael Gibbons, Camille Limoges, Helga Nowotny, Simon Schwartzman, Peter Scott y Martin Trow, en su libro The New Production of Knowledge: The Dynamics of Science And Research in Contemporary Societies postulaban la emergencia de un “nuevo modo de producción de conocimiento”. Esta reorientación de la actividad de científicos y tecnólogos significaba la declinación del protagonismo de las organizaciones nacionales y de las investigaciones disciplinarias, la integración de la ciencia básica y la aplicada, y la importancia creciente de los mercados globales y los usuarios organizados. Así, se estaría produciendo una transición de un “Modo 1” tradicional a un “Modo 2”, en el cual el conocimiento es generado en “contextos de aplicación”, “transdisciplinarios” y “transinstitucionales”.

En su descripción idealizada, se trataría de una ciencia “socialmente robusta”, abierta a las necesidades, demandas y críticas de sectores externos a la propia comunidad de expertos. Sometida a un escrutinio que no se limitaría al “saber por el saber”, apuntalado por el proceso tradicional de evaluación por pares, este “nuevo modo” apuntaría a una ciencia obligada a rendir cuentas de sus resultados (mayor “accountability”) y también de los riesgos que sus desarrollos podrían generar.

Estas perspectivas –que los autores expandieron en obras posteriores– tuvieron enorme repercusión. Términos como “contexto de aplicación”, “nuevo contrato social”, “Modo 2” y “ciencia postacadémica” comenzaron a aparecer de forma recurrente en boca de políticos y funcionarios de los sistemas científicos.

¿DESCRIPCION O PRESCRIPCION?

Presentados como meras descripciones de una transformación estructural, lo cierto es que los argumentos de estos autores son en realidad un conjunto de prescripciones nada obvias. Dicho de otra forma, dan como inexorable algo que en los hechos está en pleno proceso de construcción, que a lo sumo puede concebirse como programa de política científica y que, por lo tanto, podría ser reorientado.

Al presentar los cambios como una transición espontánea de un estado a otro por exigencias de la propia dinámica del sistema científico-tecnológico, estos autores terminan proponiendo que los administradores de la ciencia se apresuren a abrazar la transformación, a través de la implementación de políticas que acentúen la relación entre la academia y la industria, y privilegien la investigación aplicada y orientada a proyectos, que produzcan patentes. Caso contrario –suena la amenaza sorda– se arriesgarían a promover la producción de conocimiento fútil, y a alimentar a elites parasitarias, habitantes de torres de marfil que no quieren dar cuenta de su trabajo. Y, más grave aún, a perder el tren de la innovación y la competitividad.

Sin embargo, una mirada más cuidadosa revela que detrás de estos cambios hay actores, voluntades y, sobre todo, intereses bien definidos. Que no se trata de una trasformación espontánea y universal en la producción de conocimiento, dado que es obvio que no todas las áreas del conocimiento son igualmente funcionales a la producción de riqueza. Es decir, que no toda área de investigación ofrece desarrollos que, por ejemplo, deriven en productos patentables. Y que la nueva exigencia de “accountability” y rendición de cuentas no es un regalo del nuevo sistema, sino una respuesta a los reclamos de grupos –ambientalistas, consumidores, expertos en bioética, profesionales de la salud– preocupados por los impactos de los nuevos intereses económicos que actúan sobre el sistema científico.

De esta manera, puede pensarse que Modo 2 y ciencia postacadémica juegan en la actualidad el papel de una ideología en un sentido clásico, es decir, como un conjunto de ideas que distorsiona la percepción de la realidad, tanto para quienes se benefician con el estado de cosas como para quienes lo padecen.

No es trivial recordar que tanto Ziman –quien murió en 2005– como Gibbons, Nowotny o Scott son activos policy makers que representan al establishment, en sus países y a nivel de la Comunidad Europea. En particular, Ziman dirigió el Science Policy Support Group durante el gobierno de Margaret Thatcher, y Nowotny actualmente preside la European Research Advisory of the Board Commission (Eurab).

REFERENCIAS OMITIDAS

Significativamente, los trabajos de Ziman, así como los de Nowotny-Scott-Gibbons –el terceto que finalmente se consolidó en posteriores publicaciones– ignoran la vasta producción de autores como David Blumenthal, Sheldom Krimsky, Dorothy Nelkin o Marcia Angell, que comenzaron tempranamente a trabajar sobre las dramáticas torsiones que los intereses económicos de los países centrales, especialmente de los Estados Unidos, comenzaron a inducir sobre la producción de conocimiento: contradicciones entre la ética de la investigación y el incentivo para obtener ganancias; entre el bien social y ambiental y la promoción del secreto industrial; la alteración de los resultados por presión de los intereses económicos (conflictos de interés); tensiones derivadas de políticas regulatorias inadecuadas. Estos autores demostraron la conexión entre las transformaciones en el terreno de la producción de conocimiento y los intereses económicos de los países centrales, especialmente de los Estados Unidos.

Según Krimsky, la fuerza movilizadora de estos cambios fue la caída de la productividad y de la competitividad de las empresas norteamericanas en el mercado global, atribuida a la escasez de innovación. El problema, como escribió Paul Gray, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, era la falta de transferencia, es decir, la débil vinculación entre las universidades y la industria. La administración Carter puso en marcha la maquinaria legislativa, que comenzaría a funcionar a pleno durante el gobierno de Ronald Reagan.

En 1980 se sancionó el Acta de Transferencia de Tecnología de StevensonWydler, pensada para facilitar la cooperación entre laboratorios públicos, universidades y grandes y pequeñas empresas. Ese mismo año, una modificación a las leyes de patentes, conocida como Enmienda BayhDole, otorgó a las universidades y centros de investigación la posibilidad de percibir derechos de propiedad intelectual por trabajos realizados con fondos públicos. Una tercera medida clave fue permitir, en 1986, que los científicos pudieran formar acuerdos de cooperación con empresas para comercializar descubrimientos realizados con fondos públicos.

La legislación sobre propiedad intelectual acompañó estos cambios: en 1980 la Corte Suprema de los Estados Unidos otorgó la primera patente sobre un organismo vivo, una bacteria modificada genéticamente para degradar petróleo. Prácticamente todo producto biológico acabó pudiendo ser patentado: desde un gen a un ratón.

Pero no se trata meramente de la historia del país más poderoso, sino de cómo ese país impuso al resto del mundo su nuevo marco legal para la propiedad intelectual. En 1984, el Congreso de los Estados Unidos, preocupado por la competencia japonesa, modificó el Acta de Comercio para que los derechos de propiedad intelectual de sus empresas fueran reconocidos en todo el mundo. Esta ley sostenía que el gobierno norteamericano podía tomar medidas económicas y diplomáticas especiales contra los países que violaran las patentes. El siguiente paso se dio durante las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio y la Ronda Uruguay. En esencia, “la convención de Marrakech básicamente transformó el sistema de patentes norteamericano en uno global”, según el investigador francés Jean-Paul Gaudillière.

Está claro que esta presión para que todos los países pagaran royalties tiene que ver con una posición hegemónica que se busca consolidar. Como explica Krimsky: “Las patentes y la protección a la propiedad intelectual se convirtieron en la solución elegida para proteger la posición competitiva de los Estados Unidos en una economía global”.

El resultado fue una impresionante transferencia de recursos a las empresas multinacionales con base en Estados Unidos y Europa. Sólo en los Estados Unidos, los ingresos de la industria farmacéutica, que habían permanecido estables en términos de porcentaje del PBI entre 1960 y 1980, saltaron al triple en las dos décadas siguientes, contribuyendo a conformar un negocio que Angell estima, conservadoramente, en 200 mil millones de dólares anuales. Y el resto del mundo aporta otro tanto. De hecho esa industria tuvo en estas últimas dos décadas beneficios cercanos al 20 por ciento, superando a la banca comercial y a las petroleras.

A MEDIDA DE LOS PODEROSOS

Este cambio de las reglas de juego a escala mundial impuso a los científicos un nuevo mandato: además de producir y difundir nuevos conocimientos –su tarea tradicional–, ahora deben también ser capaces de mostrar cómo ese conocimiento puede utilizarse para el desarrollo de productos comercializables. Así, resulta evidente que el mensaje de Ziman y del grupo Nowotny-Scott-Gibbons marca un momento crucial en el proceso de asimilación de las prácticas de investigación a las doctrinas neoliberales.

Como gran parte de todo lo que llega de Europa o los Estados Unidos envuelto en el aura de sus grandes instituciones académicas, estas visiones corren el riesgo de “germinar” de forma acrítica en suelo local. Peor aún, en la superficie, la retórica del “Modo 2” es atractiva para los países periféricos, dado que hace blanco en una de sus mayores debilidades: la escasa participación del sector privado en la producción de conocimiento y su tenue interacción con el sector académico.

En este punto puede ser válida la pregunta por el papel que juegan los países periféricos en los planteos de Ziman y Nowotny-Scott-Gibbons. La respuesta es: ninguno. La ausencia de los países en desarrollo es un olvido necesario para que estos enfoques cierren. Sin los países en desarrollo actuando como proveedores de materias primas, patio donde instalar los procesos de producción contaminantes, escenario para rápidos y económicos ensayos clínicos de medicamentos y, sobre todo, como pagadores de royalties, el “Modo 2” o “la ciencia post-académica”, sencillamente, no se sostienen. El tipo de vínculo entre universidad e industria que plantean estas perspectivas es una consecuencia natural de la historia de los países centrales, inutilizable por los países en desarrollo, donde el escenario institucional, las necesidades y reglas de juego son otros.

Una consecuencia lógica es la inconveniencia de que los países periféricos accedan a las tecnologías de punta. Por esta razón, el “Modo 2” tampoco alude a las presiones diplomáticas o comerciales, o a los argumentos que hablan de cuestiones de “seguridad” vinculadas al “conocimiento estratégico” (militar y económico), o a otras mil formas menos visibles que dificultan (o directamente bloquean) el desarrollo de tecnologías de punta en los países como la Argentina. En el marco de las llamadas “colaboraciones Norte-Sur” tampoco se estudian las razones del “fracaso frecuente de las gestiones de la tecnociencia del ‘centro’ (los países más poderosos) en esos países [los del Sur]”, en palabras de Dominique Pestre, director de la Ehess (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales) de Francia.

Estas razones hacen que el canto de sirena del “Modo 2”, muchas veces explícita o implícitamente vinculado a conceptos como “sociedad del conocimiento” o “economía de la innovación”, deba ser tomado con cautela. En este punto debe recordarse que entre las razones más visibles de los recurrentes fracasos por impulsar el sistema científicotecnológico local se encuentran los trasplantes injustificados de conceptos, políticas e ideologías.

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