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Viernes, 2 de agosto de 2002
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Los Hermanos Rosacruces y el padre de la modernidad

El sueño de Descartes

Por Pablo Capanna

Corría el año 1620 –así solían empezar las novelas históricas– y media Europa estaba por precipitarse en una guerra de religión que se prolongaría durante tres décadas. Dos años antes, los rebeldes de Bohemia habían defenestrado (literalmente: los habían tirado por la ventana) a los emisarios imperiales, para derrocar al rey católico Fernando y poner en su lugar al protestante Federico.
Pero, apenas unos meses después, Fernando había sido coronado emperador en Frankfurt. Uno de sus primeros actos de gobierno fue desatar una durísima represalia contra los bohemios, con lo cual comenzó así una interminable masacre. Como suele ocurrir, al poco tiempo todos habían olvidado los motivos “teológicos” por los que decían luchar y sacaban a luz las ambiciones de siempre, y la guerra se hacía interminable.
Derrotados en la batalla de la Montaña Blanca, Federico e Isabel, los reyes bohemios que habían logrado mantenerse un solo invierno en el trono, abandonaron Praga, que días después fue ocupada por una tropa multinacional de alemanes, españoles e italianos. Antes que ellos, y de un modo más discreto, habían huido de Praga unos personajes muy poco notorios, que más tarde serían conocidos (y hasta temidos) con el nombre de Hermanos de la Rosa Cruz.
Entre las tropas imperiales que entraban a sangre y fuego por las puertas de la ciudad, quizás cargando un mosquete o corriendo tras una bombarda, venía un soldado francés de veintitrés años que en ese momento servía bajo las banderas del duque de Baviera. Se llamaba René Descartes.
Algún día la Guerra de los Treinta Años sería considerada la primera guerra moderna, por la magnitud y la crueldad de sus operaciones. Por lo que respecta a Descartes, pasaría a la historia como el primer filósofo moderno.
La presencia de Descartes en Praga es un hecho casual, aunque no deja de estar cargado de simbolismo. Descartes admiraba a los Rosacruces, y había sido iniciado en sus doctrinas por su amigo, el matemático Faulhaber. Ahora entraba en Praga marchando con las fuerzas que frustrarían el proyecto político rosacruciano, que había crecido precisamente al amparo de los “reyes de invierno”. Paradójicamente, serían Descartes, Leibniz, Boyle y Newton quienes heredarían el proyecto de esa revolución científica que habían soñado los rosacruces, pero sólo después de haberlo vaciado de alquimia para llenarlo de matemática.

Los Hermanos Rosacruces
Los Rosacruces habían nacido en Praga bajo el reinado de Rodolfo II, el emperador alquimista. Su iniciador fue John Dee, un mago inglés que decía comunicarse con los ángeles y al mismo tiempo traducía los Elementos de Euclides. Dee cumplía en Praga una misión política de la Corona británica. Llevaba el proyecto de forjar una alianza contra el Papado, que debía inspirarse en la filosofía mágica de Hermes Trismegisto, muy respetada en la Inglaterra isabelina, como alternativo al conflicto de católicos y protestantes. La alianza estuvo a punto de concretarse treinta años más tarde, cuando Federico se casó con la princesa inglesa Isabel.
En el grupo que surgió en torno a Dee estaba el teólogo luterano Johann Valentín Andreae (1586-1654), quien sería el padre de los Rosacruces y también el mentor político del rey Federico. Los tres manifiestos del movimiento fueron escritos por él, aunque años más tarde confesaría que nunca habían pretendido ser otra cosa que una broma de estudiantes. Kepler lo conocía, pero desconfiaba de él y de su entorno. Un gran educador, Comenio, fue su más fiel seguidor. Leibniz perteneció a los Rosacruces y presidió una sociedad de

alquimistas. En cuanto a Descartes y a Newton, sabemos que por lo menos habían leído sus obras.
Los tres manifiestos rosacrucianos, la Fama, la Confesión y las Nupcias alquímicas, aparecieron en Alemania entre 1614 y 1616. Proclamaban la llegada de una Edad de Oro del saber, anunciada por prodigios como la supernova de Casiopea y las novas de la Serpiente y del Cisne, toda esa pirotecnia cósmica que había fascinado a Kepler, Tycho y Galileo.
Andreae decía haber descubierto la tumba de un sabio alemán (tan ficticio como el egipcio Hermes) llamado Christian Rosenkreuz, quien tras aprender verdades eternas en sus viajes por Egipto y Arabia había echado los cimientos de una nueva ciencia, basada en la alquimia. Rosenkreuz (“Rosa Cruz”) hablaba de Pansofía y de Teosofía; como más tarde harían los masones, invocaba al “Gran Arquitecto del Universo”.
Por una ironía de la historia, la nueva ciencia experimental acabó por ser un efecto diferido y no deseado del animismo renacentista. Ocurría que los Rosacruces proponían reemplazar al mago hermético por otras figuras, como el alquimista y el “filósofo mecánico”. En la Fama se contaba cómo Christian Rosenkreuz había practicado la transmutación metálica, cultivando la matemática y dedicándose a fabricar instrumentos de medición. Se decía que en sus viajes, el Trismegisto alemán había participado en las asambleas de los sabios árabes, que se reunían para compartir descubrimientos y comprobar (como estrictos popperianos de hoy) “si la experiencia no había refutado sus hipótesis”.

El filosofo enmascarado
Como ocurre con la mayoría de los fundadores de la Modernidad, el nombre de Descartes (1596-1650) evoca cosas muy distintas. Quienes frecuentan las matemáticas, lo asocian inmediatamente con los ejes cartesianos. En la historia de la medicina, es el padre de la “iatromecánica”, la fisiología mecanicista. En la física, su nombre se asocia con el principio de inercia. En la filosofía, es el padre del dualismo, del racionalismo y hasta de la cultura francesa, a la cual le dio un sello perdurable. Para la mayoría, su nombre se asocia con la duda y la fórmula “pienso, luego existo”. (Y hasta el entonces coronel Perón llegó a usar “Descartes” como seudónimo periodístico.)
Algunos lo han llamado “el filósofo enmascarado”, por la prudencia con que supo ocultar sus ideas más radicales en tiempos de aguda intolerancia. En su juventud había adoptado el lema larvatus prodeo: “Como un actor que se esconde tras una máscara”, según explicaba. A juzgar por el retrato que años después le hizo Franz Hals en Holanda, cualquiera diría que no parece un tipo demasiado transparente. Al parecer, se identificaba con los Rosacruces, pero apenas admitió que los había buscado por distintos países, sin encontrarlos jamás. A pesar de eso, ejercía gratis la medicina como los Hermanos, les dedicó alguna de sus obras y al morir decidió legar todos sus papeles a un rosacruz.
Cuando se enteró de la condena de Galileo, Descartes optó por no publicar su ambicioso Tratado del Mundo, sometió sus tesis a la censura de “los doctores de la Sorbona” y en sus escritos hasta llegó a defender el geocentrismo. Conmovidos con tanta obediencia, los miopes inquisidores nunca se dieron cuenta de que estaban avalando algo mucho más duro de digerir que el movimiento de la Tierra: cosas como el mecanicismo radical, el hombre-máquina y ese dualismo metafísico que dividía al mundo en dos sustancias inconmensurables entre sí.

El sueño cartesiano
El joven Descartes se había hecho soldado por curiosidad, cuando atravesaba una profunda crisis vocacional. Quizás asqueado por la hecatombe que presenció en Praga, abandonó al poco tiempo la vida militar, que más tarde calificó de “ociosa, estúpida, inmoral y cruel”. No intervino en ningún combate y, después de asistir a la coronación de Fernando II en Frankfurt, pasó un tiempo en el cuartel de Neuburg (Ulm), esperando que pasaran los rigores del invierno mientras se preparaba el ataque a la Montaña Blanca. Por entonces, sólo había escrito un manual de música. Pero un año antes se había producido su decisivo encuentro con el físico Isaac Beeckman, y en esos meses de ocio conoció al matemático Johann Faulhaber, que enseñaba precisamente en Ulm. Faulhaber, que era miembro de la orden rosacruz, fue quien le habló de los Hermanos.
La noche del 10 de noviembre de 1619, el joven Descartes, que por entonces ya andaría preguntándose qué estaba haciendo en ese lugar, tuvo un sueño que cambió su vida, y que con seguridad determinó también la nuestra, porque de él nacieron muchas ideas modernas. En esa noche “llena de entusiasmo”, que siempre recordaría como el acontecimiento clave de su vida, René creyó descubrir “los fundamentos de una ciencia admirable”.
Es difícil saber exactamente en qué consistía esa ciencia. Baillet, su primer biógrafo, dijo que Monsieur Descartes se refería a la geometría analítica, aunque sabemos que eso es algo que sólo habría de elaborar años más tarde. Otros hablaron del sueño de un álgebra universal, como esa combinatoria que imaginó Leibniz, de un descubrimiento en el campo de la óptica o de los principios de su programa epistemológico. De todos modos, a juzgar por la importancia que le dio Descartes, de lo que no puede dudarse es que ese sueño tuvo mucho que ver con la resolución de su crisis vocacional.
Es probable que esta experiencia casi mística que está en el origen de la ciencia moderna se relacionara con el método galileano y con la intuición de que la matemática era el mejor camino para entender las leyes de la Naturaleza. Ocurre que en los meses que siguieron a ese sueño, entre noviembre de 1619 y marzo de 1620, Descartes echó las bases de toda su filosofía: un árbol que tenía por raíz la metafísica, por tronco la física y por ramas las ciencias humanas.
Según A. Koyré, aspiraba a ser un nuevo Aristóteles, pero ése sería un trofeo que habría de arrebatarle Isaac Newton.

Una noche agitada
Descartes se tomó el trabajo de consignar minuciosamente las condiciones del sueño del 10 de noviembre. Escribió un informe que su biógrafo llegó a leer y a glosar para nosotros. Allí, por ejemplo, precisaba que ese día había comido muy poco y que hacía tres meses que no probaba alcohol, como para aventar a los malpensados.
Su “entusiasmo” de ese día (un “recalentamiento del cerebro”, como lo llamaría irónicamente Huyghens) consistió al parecer en un estado de excitación provocado por un intenso trabajo intelectual; algo que, como suele ocurrir, le impedía relajarse y dormir. En esa duermevela, agitado, le sobrevinieron no una sino varias visiones de corta duración.
En cuanto pudo conciliar el sueño, René se vio caminando hacia la iglesia del Colegio de la Flèche (“su” propio colegio), luchando contra un viento impetuoso que lo aplastaba contra la pared del templo. Desde el patio, una persona conocida le convidaba con un melón maduro.
Incómodo, René se despertó para darse vuelta y buscar una postura más adecuada. Pero en cuanto volvió a dormirse le pareció escuchar algo así como el crepitar de un rayo y vio que su cuarto era invadido por una lluvia de fuego, lo cual volvió a despertarlo.
Por fin, se sumergió en un nivel de sueño más profundo. Delante de él había una mesa con un diccionario y un libro de poemas. Sólo alcanzó a leer un verso de Ausonio: “¿Cuál será el camino que seguiré en mi vida?”. En ese momento entraba un desconocido, que le alcanzaba un libro abierto en el cual sólo se destacaban dos palabras: “Sí” y “No”.
Eureka
Como buen racionalista, Descartes interpretó su sueño sin siquiera tener que despertarse, tal como lo consigna Baillet. Las dos primeras visiones se referían al pasado, y la tercera al futuro. El diccionario era “la suma de las ciencias” y el libro de poemas simbolizaba “la unión de la filosofía y la sabiduría”. En cuanto al “Sí” y al “No”, representaban la posibilidad de discernir lo verdadero y lo falso, mediante un método adecuado. Hasta el viento era explicado como un “espíritu maligno” que pretendía empujarlo contra su voluntad hacia el lugar (la Iglesia) del cual, de todos modos, no deseaba apartarse por el momento. El símbolo más “onírico” de todos, el melón, simbolizaba para él “el amor de la soledad”; quizá se trataba de una metáfora usada por los poetas de entonces.
Alguna vez Sigmund Freud, cuando era la autoridad indiscutida en materia de interpretación de los sueños, fue consultado por Maxime Le Roy acerca del sueño cartesiano. Al parecer, Freud se limitó a hacer algunas discutibles observaciones sobre el melón, para concluir que era imposible formular ninguna interpretación válida sin conocer personalmente al soñador. Más aún cuando se trataba de un “sueño residual” (Traüm von Oben), de esos que aparecen como una continuación del razonamiento diurno y de la experiencia reciente.
Prudentemente, Freud evitó forzar las cosas para buscar quizás algún significado sexual en las chispas de fuego, sacándolas de su contexto cultural. A Descartes, que pertenecía a una cultura católica, le resultaba obvio que se trataba del Espíritu Santo.
Hoy que Freud y su simbolismo están bajo fuego, hay muy pocos que se preocuparían por descifrar un sueño como el de Descartes, quizás alegando que no tienen acceso al cerebro del soñador para colocar sus electrodos.
Desde esta perspectiva, sería fácil descalificarlo todo como la actividad de un cerebro que funciona en el vacío, sin input de datos sensoriales y, consecuentemente, sin sentido.
Pero el hecho es que Descartes, sin necesidad de Freud ni Lacan, había interpretado perfectamente el sueño, por lo menos en el sentido que más le convenía a sus fines personales. El sueño de Descartes era uno de esos momentos en que culmina un penoso proceso de razonamiento lógico y diurno, cuando de pronto todo parece “cerrar”. Pertenecía a la familia del “¡Eureka!” de Arquímedes, de esa serpiente enroscada del sueño que a Kekulé le sugirió el esquema de la molécula del benceno, o de aquella pesadilla en la cual Elias Howe descubrió cómo resolver el problema de la aguja en la máquina de coser.
La intuición de la unidad de las ciencias era una idea que hacía tiempo rondaba por la mente de Descartes. Eso que él llamaba “ciencia admirable” era lo que nosotros llamamos “ciencia” a secas. El sueño dramatizaba tanto la circunstancia en la cual tenía que asumir su vocación como el hecho de tener que romper con la tradición especulativa en que había sido educado, para emprender un nuevo camino.
La misteriosa figura que le señalaba el camino del método quizás sería alguno de los esquivos Hermanos Rosacruces, con su propuesta de un método infalible. De este modo, en el umbral de la ciencia y el racionalismo modernos descubrimos un sueño.
Enemigo circunstancial y a la vez aliado intelectual de los Rosacruces, Descartes acababa de bajar el telón del sueño mágico del Renacimiento, para poner en marcha todos los sueños de ese progreso científico-tecnológico cuyo programa trazaría luego en el Discurso del Método. Para su caso, como para el de Newton, los Rosacruces habían cumplido el papel de eficaces catalizadores de un proceso que iba a superarlos. Muchos siglos antes de convertirse en una secta californiana, habían sido los parteros de la ciencia moderna.

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