En 1997 me anoté por error en el Seminario de Periodismo CientÃfico de Ciencias de la Comunicación (UBA), donde conocà a ese personaje inclasificable llamado Leonardo Moledo. ResultarÃa con el tiempo uno de los errores más fructÃferos que cometÃ, capaz de cambiar mi vida profesional y, por lo tanto, personal. Durante las clases se tomaba la primera hora y media para contarnos la historia de la ciencia con un efecto similar al que produce una fábula en niños de jardÃn. Nos asombraba con el relato de los hombres que, a contrapelo del mundo, armados con la razón, un espÃritu inquisidor y (horror de los horrores para un estudiante de sociales) algo de matemática, formaron buena parte de la cosmologÃa moderna.
Durante el curso me eligió como el primero de una serie de pasantes que llevó a Página/12 para ayudarlo con este suplemento. Muchos de ellos son hoy referentes del periodismo cientÃfico.
Asà aprendà a escribir, poco a poco, con sus consejos y correcciones cotidianas que acompañaba con explicaciones tan simples que luego resultaban obvias. Además de mi maestro, con los años se transformó en un amigo, un compañero, un recomendador de libros (nunca entendà por qué le gustó tanto Crónica del pájaro que daba cuerda al mundo, de Murakami, pero leà obediente sus interminables páginas en busca de la explicación). Y también, como casi todos sus aprendices, por perÃodos era también su enemigo Ãntimo, hasta que me convencÃa de que la causa habÃa prescripto.
Asà llegamos a otra instancia a todas luces peligrosa para nuestra amistad: escribir juntos Diez teorÃas que conmovieron el mundo. Desde que en 2005 nos pusimos a trabajar en él ocurrió algo totalmente improbable: no nos peleamos más. Como un matrimonio ya agotado de sacarse chispas, podÃamos hablar con honestidad por momentos descarnada, pero ninguno se ofendÃa. Cuando en los últimos años rezongaba por amistades perdidas, yo lo conminaba a construir hacia adelante. Como respuesta me acusaba de parecer un afiliado a la Uocra.
En los últimos años nos vimos con menos frecuencia, pero ya no era necesario romper el hielo. Alcanzaba con que le preguntara por la campaña de Racing o el Mundial para recibir alguna frase que denotaba su talentosa incomprensión del fútbol. Era capaz de quedar de espaldas al televisor en el café durante un Argentina-Inglaterra. Y cada tanto me decÃa una de esas frases que quedan dando vueltas en la cabeza hasta transformarse en nota, libro o, como mÃnimo, parte de las herramientas ahora disponibles para entender el mundo. Hace muy poco, junto a Nicolás Olszevicki, escribió Historia de las ideas cientÃficas, obra con la que soñaba desde hace décadas. Desde allà todavÃa me habla y me genera alguna de esas conexiones epifánicas que me dan ganas de mover dos dedos como si ajustara una lamparita horizontal.
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