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Sábado, 15 de mayo de 2004
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QUIMICA: EL SECRETO DE LOS VIOLINES STRADIVARIUS

La sangre del dragón

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Por Damian Paikin

Muy pocos son los que han tenido la dicha de estar frente a alguno de ellos y sólo un puñado ha llegado a acariciar sus cuerdas. Sin embargo, la sola mención de su nombre sirve para definir la excelencia. Son pequeños, livianos y llevan en su fondo el símbolo que lo define todo: una cruz de malta con las iniciales “A.S.” encerradas dentro de un doble círculo, la marca indeleble de un violín Stradivarius. En la actualidad, más de trescientos años después de su construcción, seiscientos de ellos siguen dando vida a las melodías más hermosas compuestas por el hombre, mientras se niegan obstinados a revelar sus secretos; silencio, sin embargo, que no podrá durar para siempre. Ya las últimas investigaciones comienzan a mencionar a un extraño elemento de origen malayo, que incluido en el barniz sería la clave de su éxito: lo denominan “la sangre del dragón”.

La historia
A mediados del siglo XVI, el mundo de la música se revolucionó con una creación: desde Cremona, en el norte de Italia, llegaba la noticia de que el luthier Antonio Amati había dado vida al violín, un pequeño instrumento de cuerdas que se apoyaba entre la clavícula y el mentón y lograba generar un sinnúmero de deliciosas melodías. El impacto fue total y casi de inmediato comenzaron a surgir las obras, como las del padre de la ópera y también cremonés Claudio Monteverdi, para ser interpretadas con este delicado instrumento. A la muerte de Antonio, la construcción de los violines quedó en manos de sus hijos y luego de su nieto Niccolo Amati, quien, abrumado por la demanda, tomó como aprendices a dos jóvenes vecinos del estudio. Uno de esos adolescentes era Antonio Stradivari.
Stradivari nació en 1644 y su primera creación propia data del año 1666, pero será tras la muerte de Niccolo, en 1684, cuando finalmente empiece a experimentar en nuevos diseños, maderas y barnices dando paso a lo que se conoce como su “período dorado” durante el cual creó, entre otros, el “Parke” (1711), predilecto del violinista austríaco Fritz Kreisler, el “Delfín” (1714), tocado por el incomparable Jascha Heifetz, y el “Messiah”, el más famoso y controversial (durante años se dudó de su autenticidad) de todos sus instrumentos.
Ligeramente más grandes y delgados que los anteriores, con su característico color rojizo producto del barniz elegido, y armados en base a maderas como el arce y el abeto europeo, rápidamente los violines fabricados por Stradivari fueron ganando renombre al punto que hoy, trescientos años después de su fabricación, siguen siendo los preferidos por los especialistas. “Los Stradivarius emiten sonidos en una frecuencia alta, entre los 2000 y los 4000 hertz. Ese es el rango donde el oído humano es más sensible y donde se pueden apreciar mejor los matices sonoros que son capaces de extraer estos maravillosos instrumentos”, explicó años atrás Joseph Nagyvary, uno de los principales investigadores de estas obras de arte, para explicar el éxito del violín. Pero no se quedó allí. Continuó husmeando hasta encontrar la causa de tan bella sonoridad. Y la respuesta sorprendió a todos: según descubrió, fue la química, más que la destreza del luthier, la responsable del éxito de sus instrumentos.

Un regalo traido de Oriente
El primer hecho que llevó a Nagyvary, un profesor de química de origen húngaro amante de la música clásica, hacia su objetivo, sucedió por casualidad mientras visitaba la ciudad de Milán. Allí notó que varios de los instrumentos de madera se hallaban muy deteriorados producto del paso del tiempo y del trabajo incesante de pequeños insectos, hongos y demás. “En Cremona esto no pasa”, le dijo el tendero al verlo curiosear, dándole la pista que lo llevaría a revelar el secreto de los Stradivarius. Quizá –pensó– lo que hace a los violines cremoneses mantenerse en el tiempo es también lo que los dota de su sonido inigualable. Era una teoría arriesgada, pero de hecho resultó ser una de las más sólidas conocidas hasta el momento.
Lo que el científico descubrió en Cremona fue que el barniz con el que Stradivari bañaba sus instrumentos estaba compuesto por tres elementos principales. En primer lugar, utilizaba un insecticida a base de bórax, material que es conocido entre los químicos como un potente contractor de polímeros, capaz de endurecer la madera como pocos. Luego, aplicaba una capa de cuarzo en polvo, el mismo material que se usa en la ciudad de Venecia para fabricar sus obras de cristal, logrando apenas con una delgada lámina de este mineral que las termitas se vieran frente a un gran problema para penetrar y roer la madera. Y por último, y aunque cueste creerlo, se valía de una sustancia gomosa extraída de los árboles frutales con el fin de combatir el moho. Este almíbar, que se usaba principalmente para hacer dulces desde el siglo XVI, se esparcía sobre la madera, previamente remojada durante años para abrir sus poros, en forma líquida y se dejaba secar sobre la misma. Particularmente, se cuenta que Antonio Stradivari eligió para este fin el zumo de una palmera malaya traída por Marco Polo desde Oriente, denominada “la sangre del dragón” por su color ocre y su cuerpo espeso, que apenas aplicada sobre el violín le confería esa tonalidad rojiza tan características de los Stradivarius.
Estos tres elementos combinados –bórax, cuarzo y “sangre del dragón”– le permitieron al luthier formar sobre sus instrumentos una cubierta extremadamente brillante, dura y quebradiza que, según todas las pruebas realizadas, tiene la propiedad de disminuir y sofocar las vibraciones sonoras que se producen al rasgar las cuerdas, logrando tonos más claros y definidos. “Teóricamente una cubierta brillante provoca tonos más vivos en una alta frecuencia. El problema con esto es que estos tonos tienden a generar muchas distorsiones y un sonido poco claro. Y es allí donde entra a jugar el barniz usado y por consecuencia es también allí donde los Stradivarius obtienen su ventaja ya que al generar una cubierta tan dura, ésta se quiebra en millones de microfragmentos y atrapa las vibraciones de las frecuencias más ruidosas, provocando un sonido limpio y sin estridencias, delicioso para el oído humano”, comentó Nagyvary, abriendo las puertas del misterio. Obviamente, nadie le creyó hasta que él mismo fabricó su propio violín siguiendo esta fórmula y recorrió el mundo comparando su sonido con los Stradivarius, los Amati y los Guarnieri que aún sobreviven, dejando registro de todo esto en el sitio de Internet www.nagyvaryviolins.com donde cualquiera puede intentar diferenciar los sonidos extraídos por un auténtico instrumento cremonés de los creados por un Nagyvarius.
Increíblemente entonces, la química sería la respuesta a este maravilloso misterio que se mantuvo oculto por tanto tiempo. Pero la información que ésta arroja vuelve aún más apasionante el mito de los Stradivarius y de su esencia, la sangre del dragón.

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