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Sábado, 30 de octubre de 2004
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¡Acción!

Libros, películas y programas de televisión utilizan cada vez más escenarios científicos para edificar sus argumentos: dinosaurios de probeta, clonaciones, viajes en el tiempo, o simples historias de cow boys espaciales como La guerra de las galaxias y la nostalgiosa Viaje a las estrellas. En ese préstamo léxico-argumental muchas veces se filtra la equivocación, y a veces el disparate, aunque guionistas, escritores y científicos se aproximan cada vez más y reconocen las ventajas de la colaboración y el intercambio en este –provechoso para ambos– juego entre la ciencia y la cultura de masas.

Por Federico Kukso
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Póquer de aces: einstein, data, hawking y newton en un capitulo de star trek.
Se encontraron en una mesa de póquer: el “forjador” de la ley de la gravitación universal, el promotor número 1 de la teoría general de la relatividad y quien dice ser la máxima autoridad del momento en Big Bang y agujeros negros, ante la mirada infantil de un androide de piel color aceituna y ojos vidriados. Un programa de televisión los reunió (Star trek: the next generation) y ellos simplemente conversaron sin zanjas temporales, físicas o idiomáticas: eran sólo Newton, Einstein, Stephen Hawking, el teniente comandante Data, las cartas y las fichas... y miles de espectadores que detrás del vidrio traslúcido del televisor observaban azorados la anacrónica reunión. Sólo aquellas máquinas de sueños como son la literatura, el cine y la televisión podían juntar a la misma hora y en el mismo lugar (la “holodeck” o habitación holográfica, algo así como una sala de realidad virtual del siglo XXIV en donde los tripulantes de la nave Enterprise-D podían relajarse) a estos individuos que torcieron la historia y leyeron como ningún otro los caracteres matemáticos del libro de la naturaleza.
Por más disparatados que parezcan libros, películas y programas de televisión nunca terminan siendo solamente píldoras efervescentes de diversión momentánea o recetas de trances hipnóticos para esconderse de la realidad, siempre tan desabrida, rutinaria y plana. Como lo demuestran miles de películas (de ciencia ficción sobre todo, pero también de las otras), los nuevos mundos, seres, culturas y civilizaciones que se crean cada vez que se enciende el proyector o cuando arranca el video estimulan a través del emocionante sentido de lo maravilloso a poner bajo la lupa los muchas veces inasibles campos fácticos y debates éticos que abren la ciencia y la tecnología y alientan a salir corriendo para saber (y preguntar) un poco más sobre el universo científico.
El crítico francés Jacques Jouhaneau se equivocó fiero al decir que “el cine se alimenta de ficciones; la ciencia, de realidades”. Como en tantas disciplinas, ya las fronteras no son tan rígidas; los cruces no aportan más que beneficios y nuevas ideas. Prestigiosos científicos como Carl Sagan, Steven Weinberg, Murray Gell-Mann y Stephen Hawking salieron al ruedo y ya confesaron públicamente su deuda con la ciencia ficción que orientó sus trayectorias en el mundo de la física.
No sólo eso: libros-cine-televisión propinan el mentado “shock del futuro” del que tanto habla el ensayista Alvin Toffler (que alimenta la creencia de la historia evolutiva de la técnica) y muestran como en una vidriera lo que los años venideros –tal vez y sólo tal vez– deparen. “La ciencia ficción como la que muestra Star Trek no constituye un simple pasatiempo –dice Hawking–; sirve asimismo a un serio propósito: expandir la imaginación humana. Lo que hoy es ficción se convierte a menudo en firme realidad científica mañana. Confinar nuestra atención a materias terrestres seria limitar el espíritu humano.”
En sus diez películas y cinco series televisivas, Viaje a las estrellas (o Star Trek) muestra una sociedad avanzada política, tecnológica y económicamente (de hecho, en la tira creada por Gene Roddenberry no existe más el dinero). Relación de causa-efecto o no, muchos de los gadgets o chiches tecnológicos desplegados primero por Kirk, Spock & co. y luego por los capitanes Picard, Sisko, Janeway y Archer, los usan hoy millones de personas: el celular, acaso, es curiosamente parecido al instrumento con el que Kirk se comunicaba con la nave. Sus escritores no eran ni soncientíficos pero se las ingenian para olfatear la factibilidad de ciertas tecnologías aún no inventadas: así está la computadora de la nave (encarnación suprema del sueño de inteligencia artificial); el sistema de propulsión materia-antimateria (actualmente considerado como propulsión posible por los ingenieros de la NASA); sensores y “tricorders” para detectar las afecciones del organismo; transportador (aunque aún no se haya transportado materia, físicos de Austria, Australia, Dinamarca, Gran Bretaña y Estados Unidos ya teletransportaron fotones de un lugar al otro). Otros aún no existen pero sería interesante que así lo hicieran: traductores universales, holodecks, replicadores de comida, gravedad artificial, etc. Claro, que los guionistas, para otorgarle holgura argumental a la serie y para que sea un verdadero viaje estelar –en término del tiempo de una vida humana– debían sí o sí olvidar todo lo que aprendieron de física en el colegio y violar las más elementales leyes. La preferida en quebrar fue (como en otras películas estelares) el dictado de la Teoría de la Relatividad que establece que nada puede viajar más rápido que la luz. Y así inventaron el “warp drive” (o motor de curvatura) y mandaron sus navecitas a través de wormholes (agujeros de gusano) para desplazar de acá para allá a sus aguerridos personajes.

EL PROFESOR CHIFLADO
La ciencia se convirtió con los años en un requisito básico en la construcción del verosímil cinematográfico; es la base, el cemento que acopla argumentos y que sirve de sostén para el edificio de la trama. Asimismo, la ciencia –lejos de ser representada muchas veces acorde con la realidad– juega seguido el papel de “discurso de autoridad”: a saber, el científico, su vocero, determina la verdad y los cursos a seguir. No faltan, por supuesto, los clichés del “científico loco” (con fuertes rasgos de alquimistas) a lo Moreau, Frankenstein, Jekyll, Griffin (de El hombre invisible, 1933), C.A. Rotwang en Metrópolis (1927) (el extremo cómico-delirante es el Dr. Evil en la saga de Austin Powers). En su mayoría, los científicos de celuloide son hombres con poca actividad social, acento europeo o alemán, enclavados en sus laboratorios; o si no, científicos que viven en carne propia la suerte de sus experimentos (el doctor Seth Brundle –Jeff Goldblum– en La mosca –1996–, película que tendrá su remake el año que viene; y los malvados científicos de Alien: Resurrection devorados por las propias criaturas que clonaron). Es la moraleja que impera en este tipo de películas: el científico villano que paga las consecuencias por querer imitar a Dios; no importarle las implicaciones éticas de sus experimentos y la diatriba de que la tecnología humana no debe perturbar el curso adecuado de la naturaleza.
El profesor alemán Peter Weingart (Universidad de Beilfeld) estudia cómo los científicos son representados en el cine. Ya analizó más de 400 films y puede decir que la ciencia casi siempre es retratada como una actividad extrasocial, oscura y extraña y con la que hay que tener cuidado: “Sólo desde hace muy poco los científicos se están convirtiendo en héroes de acción como Harrison Ford en Indiana Jones, Jodie Foster en Contacto, Gillian Anderson –la científica escéptica– en la serie The X-files y detectives forenses de CSI (Crime Scene Investigation), o en películas de catástrofe: Tommy Lee Jones en Volcano y Helen Hunt en Twister”.
El médico, antropólogo y millonario escritor de techno-thrillers Michael Crichton (autor de Jurassic Park y The Andromeda Strain y productor de la serie de TV ER) calma a los científicos enojados y les recomienda no alarmarse por la mala prensa que les hacen algunas películas. Ante un auditorio de 1500 personas en la American Association for Advancement of Sciencies en Anaheim, Estados Unidos, clamó: “Muchos hombres de ciencia cuando hablan conmigo se quejan de que los medios no entienden su trabajo, que informan mal sobre asuntos científicos y que, en muchas ocasiones, lanoticia o la película en la que se trata la ciencia es sensacionalista, poco rigurosa y negativa. En resumen: que los medios no entienden lo que hacen”. Y continuó: “Sin embargo, yo creo que es al revés, que la ciencia no entiende a los medios de comunicación, que no comprende cuáles son, por ejemplo, las bases que cimentan una película y que es imposible que en el cine o en la televisión, e incluso en las noticias, los asuntos científicos se traten de la misma manera que se tratan en los laboratorios. La clave para que la ciencia deje de contemplarse como algo demasiado poderoso que hay que vigilar con desconfianza, es que los que se dedican a ella se planten ante el público”.

INDOMABLES
No es casualidad que a los guionistas Dan O’Bannon y Ronald Shusett se les haya ocurrido justo en 1997 la idea de clonar –en pantalla grande, claro está– a la teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver), personaje que en Alien 3 se había echado un clavado mortal de aquellos para no volver más y exterminar a toda la raza de malvados alienígenas sin nombre. Aquél fue el año de Dolly, la oveja “fotocopiada” o mejor dicho –y aunque suene mal– “construida” gracias a la ingeniería genética (curiosamente también es el año en que Arthur Clarke imaginó que se crearía la computadora inteligente AL 9000 de 2001: odisea espacial). Pasó lo mismo con Gattaca (1997) y Multiplicity (1996), aunque están también las películas que se adelantaron y a las que les queda mejor el subtítulo de “anticipación”, como Los niños de Brasil (1978) con Gregory Peck y Laurence Olivier. En efecto, las películas dan cuenta de un estado de conmoción social y de cierta ansiedad tecnológica que emana de los titulares de los diarios.
El impacto cultural de la ciencia ficción es incuestionable. Pero no se pierde nada haciendo un pequeño test: si se les pregunta a un chico, un adolescente y un adulto cuáles son los robots más famosos del mundo seguramente aludirán a seres artificiales con papeles protagónicos en el cine o la tv como R2D2 y C3PO (La guerra de las galaxias, una dupla del tipo el Gordo y el Flaco); T-800 (Terminator); RoboCop o Número 5 (Cortocircuito), aunque en realidad no existan. Tanta penetración de la ciencia ficción puede ser arriesgada, y los científicos lo saben. Por eso alientan a los productores cinematográficos a que antes de encender las cámaras y gritar ¡acción! contraten como mano derecha siempre a expertos asesores para que las “licencias poéticas” (como les llaman a los pifies o errores) no sean tan evidentes. En la busca del fuego (1981, J. J. Annaud) es el caso tipo: para la película que narra las aventuras de un grupo de homínidos, el antropólogo Desmond Morris creó el lenguaje gutural y gestual de los personajes. Los espectadores, agradecidos.
Sin embargo, en las películas de ciencia ficción más taquilleras hay errores básicos y garrafales que el científico más benévolo no puede dejar pasar, y que muchos espectadores inocentes pueden llegar a tomar por hechos. Lo que sigue es una lista (escueta pero básica) de las grandes metidas de pata (adrede o no) y verdaderas posibilidades científicas del cine de ciencia ficción:

ESTAMOS EN EL AIRE
“Las guerras de estrellas” o la –mal traducida– Guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) seguramente no podría haber causado tan hondo impacto en el imaginario ochentoso mundial sin la oscura presencia de Darth Vader (con la inconfundible y tétrica voz de James Earl Jones que hace temblar al espectador cuando dice “Luke, soy tu padre”), los sables láser y el repiqueteo de los disparos y estallidos de las naves espaciales en la frialdad del espacio. Mientras el segundo elemento es tenuemente verosímil, lo del fuego y la orquesta armamentística espacial -firma particular de películas y series televisivas de sci fi como Battlestar Galactica, Star Trek y Babylon 5– es lisa y llanamenteimposible. No hay vuelta que darle: para percibir un sonido (o dicho en otros términos, para que un sonido sea) es necesario que exista –en este caso, en el espacio– un medio conductor de la onda sonora... y el espacio está prácticamente vacío o sea, no hay aire. Ergo: el sonido no puede transmitirse y todos los estallidos, por más festivos que sean, deben discurrir en mute o modo silencioso (en Alien lo dicen bien: “En el espacio nadie puede escucharte gritar”). Tal vez ésta sea la crítica más estrambótica que, como dardos, los físicos duros le arrojan al subgénero del far west espacial (también deberían confesar, ya que estamos, que son un poco injustos: las explosiones son divertidas y el sonido es muy importante a la hora de conmover al espectador). Y hay más, como el curioso ardid de que en la miríada de mundos y lunas donde se desarrolla la acción la gravedad adopte siempre un mismo valor o lo de la forma de las naves: la ausencia de un medio que se oponga al movimiento también hace que sea ridículo que naves como la Voyager o las naves de rapiña klingon (ambas de Star Trek) adopten formas aerodinámicas para surcar el cosmos o se muevan de izquierda a derecha (o de derecha a izquierda) cuando en el espacio no hay ni arriba ni abajo. La película que se lleva una buena nota por parte de los científicos, en cambio, es 2001: odisea del espacio de Kubrick en la que, como en su secuela (2010: odisea dos), la nave Discovery en camino a Júpiter arrastra un diseño poco estilizado y una forma más aparatosa pero “científica”.

PARQUE CRETACICO
El inglés Richard Owen (1804-1892) podrá haber inventado en 1840 la palabra dinosaurio, pero fueron Michael Crichton y el director de cine Steven Spielberg quienes les devolvieron a estos animales del pasado (la mayoría lentos, pesados y estúpidos gigantes, y que dominaron el planeta durante 150 millones de años) su pedestal –en este caso, simbólico– de reyes del planeta Tierra. Si bien tuvieron algunos (desdibujados) papeles secundarios en King Kong (1933) y en la saga japonesa de Godzilla, estas grandes bestias nunca ocuparon el rol cultural de ídolos o celebridades como para salir sonriendo en las tapas de revistas. Prácticamente, nadie conocía mucho de su pasado y a pocos les importaba: sus nombres eran difíciles y lo único que quedaban de ellos eran huesos escuálidos guardados en las frías y polvorosas salas de los museos. Hasta que apareció en los cines Jurassic Park (1993) y tal indiferencia cayó rendida a las plantas de la “dinomanía”. El argumento no era muy complicado: un viejito ricachón llamado John Hammond construye un megaparque temático cerca de Costa Rica con dinosaurios vivos recreados a partir del ADN de la sangre –justamente– de dinosaurios conservada en el interior de mosquitos sepultados en ámbar fósil. Hasta ahí pura tranquilidad que se vuelve caos cuando los animales se ponen fieros y se complica todo (para los visitantes, entre ellos el paleontólogo Alan Grant y el matemático “caótico” Ian Malcolm). La idea original de Crichton, en un principio, no era nada descabellada. Algo por el estilo había estado rondado por los laboratorios de paleontología desde hacía rato y hasta se publicaron en las revistas Science (el 25 de septiembre de 1992) y Nature (10 de junio de 1993) dos informes de extracción exitosa de pequeños fragmentos genéticos de insectos conservados en ámbar de hasta 130 millones de años de antigüedad. Así y todo, Jurassic Park no deja de ser ciencia ficción. La razón es sencilla: hasta ahora el estudio más completo y pormenorizado de ADN fósil (la secuenciación de un gen de una hoja de magnolio de hace 20 millones de años) no encontró ningún ADN nuclear, que es un compuesto geológicamente inestable y frágil, pero el peor problema de la película (que a fin de cuentas es ficción) no es ése, sino éste: sólo dos de los dinosaurios que aparecen en Jurassic Park vivieron en el período Jurásico: el gigante saurópodo Brachiosaurus y el Dilophosaurus.El resto habitó durante el período que le sigue, el Cretácico. Quizá Cretaceous Park no habría vendido tanto. Nadie lo sabe.

VIAJEROS DEL TIEMPO
El astrofísico Paul Davies sorprendió al mundo cuando dijo: “La teoría permite viajar al futuro desde el punto de vista de la Relatividad; es algo que depende del dinero y no de la física”. El tema —columna vertebral de films como Volver al Futuro, Terminator, 12 monos y El planeta de los simios– es profundo y fértil, aunque en décadas y décadas de alta tecnología no se haya avanzado mucho. La ciencia ficción no podría ser tal sin este deseo cuasi irracional, con claras contradicciones y paradojas lógicas (¿que pasaría si una persona viaja al pasado y mata a algún antepasado?, ¿podría haber viajado en un principio si no existía?). Las matemáticas no lo excluyen (no hay prueba numérica que diga que un viajero en el tiempo no pueda cambiar su pasado) aunque sí habría que sortear el principio de exclusión de Pauli que afirma que dos partículas no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Davies escribió en 2001 el libro Cómo construir una máquina del tiempo en el que recurre, para hablar de puertas del tiempo, a los agujeros de gusano (se podría crear uno en un acelerador de partículas, aunque la energía necesaria sería enorme con e mayúscula). Así, para que una máquina del tiempo funcione, dice Davies, “dos agujeros negros deberían ser unidos entre sí a través de un agujero de gusano, que de esta forma sería, literalmente, una puerta al pasado”. Además, las teorías especial y general de la Relatividad de Einstein muestran que a muy altas velocidades se podría curvar el tiempo. Cuanta más elevada es la velocidad o más intensa la gravedad, más se podría doblar el espacio-tiempo, lo suficiente como para crear pasajes al pasado. ¿Increíble, ridículo o factible? El tiempo lo dirá.

Del 1 al 3 de noviembre, y en el marco de la Reunión de Ciencia, Tecnología y Sociedad, organizada por el Conicet y la Secyt, se desarrollará un ciclo de “Ciencia y Ciencia Ficción” con proyección de películas del género y conferencias de científicos invitados. Entrada libre y gratuita. Auditorio La Rural, Buenos Aires. Informes: www.secyt.gov.ar

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