Por Daniela Gutierrez *
En el mismo fin de semana, las dos revistas domingueras de los principales diarios hicieron notas largas problematizando la cuestión de la maternidad. Sospecho que ese Ãmpetu es réplica o eco de la entrevista que en este suplemento Página/12 publicó hace ya dos viernes a Marcela Iacub, jurista prestigiosa y autora del libro El imperio del vientre, quien aproxima la lente de la ley sobre el tema planteado por el libro de H. Atlan, El útero artificial.
Mi primer impulso fue replicar desde el silencio de mi living a una invisible y lejana Iacub, quien desde Francia lanza la segunda piedra –la primera es la de H. Atlan– directo a las lectoras argentinas. Decidà tomarme un tiempo para pensar, pero las siguientes dos revistas me cayeron sobre la cabeza en un mismo domingo. Escribir, de todos modos, implica un cierto tiempo para decantar las ideas o la falta de ellas que tan alegremente dejarÃa escapar de mi boca con forma de un exabrupto tipo: ¡es la naturaleza, estúpida!
Entonces: la interpelación que nadie me hizo quedó a un costado y reposadamente ahora dejo caer sobre este papel algunos interrogantes y más dudas que certezas. En principio entiendo la preocupación de la jurista por darle un marco legal a la posible pero futura concreción del útero artificial; se adelanta a algo que está llegando: nuevo golem.
El Dr. Atlan es menos radical y mucho más interesante: reconoce que es ya obvio que el lazo carnal entre madre e hijo ha sido superado desde hace tiempo (por ej: la adopción ya sea por derecha o por izquierda, la apropiación –caso siniestro en Argentina–, et al.), que el maternaje es otra cosa que biologÃa, que la subjetivación de un niño como hijo y de una mujer en tanto madre se produce en otro campo que el del puro cuerpo. Las preguntas por el útero artificial, en el libro homónimo, son más bien de un orden cultural, moral, social y polÃtico.
Entonces, ¿cómo pensar el avance de la técnica? Las implicancias polÃticoideológicas que se abren para las mujeres cuyos recursos les permitirán acceder al eventual útero me dan escalofrÃos. No creo que haya habido avance más liberador para la mujer que la pÃldora anticonceptiva: separar reproducción de placer es sà revolucionario –de ahà que todavÃa en nuestros pagos sea algo tan difÃcil de incorporar–. Por cierto la construcción social en torno a la maternidad como lo propio femenino, aunque más lentamente en algunos lugares del globo terráqueo, se va modificando.
Sin embargo lo que garantizará la nueva tecnologÃa es seguridad y certezas a miedos primitivos que están de regreso y con todo entre nosotros. En cierta parte del mundo probablemente garantizarse un hijo de los propios genes o genéticamente controlado es más importante que nada. ¿Una nueva clase de racismo?
Ahora es una vivencia poderosa que es preciso “volver extraño†aquello cercano con lo que convivÃamos pero éramos incapaces de ver. Que podamos ver la estructura genética de los hijos (vayan en el vientre que vayan) encierra muchas “enseñanzas†que el nuevo golem sólo facilitará.
El útero artificial es un avance menor.
Es que en estos aciagos dÃas hay que aguzar la mirada que mira lo cercano: el salvaje adentro, la otredad interior, esa diferencia que está situada en el centro mismo de lo que somos –Ej.: los terroristas que se inmolaron en Londres eran británicos– es inconveniente. ¿Quién adoptará a un niño a ciegas en Londres? Quizá sea sólo casual que las notas “tranquilizadoras†sobre posibilidades tecnológicas de asegurarnos un hijo de buena sangre surjan en un momento tan turbulento.
El cuerpo es actualmente casi una pura construcción social y tecnológica; pero el casi es justamente preservando aquello de lo biológico que resulta más inasible pero más propio, la certeza irrenunciable del origen: lo genético.
Si para la autora la posibilidad técnica contribuye a desacralizar la maternidad, creo que no termina de caer en la cuenta de cuánto se sacraliza la legitimidad genética. Esto es polÃtica, social y éticamente muchÃsimo más grave.
La especie humana es la única entre los mamÃferos superiores que no tiene posibilidades biológicas de que crÃa y madre se reconozcan mutuamente por instinto o por efecto sensorial, la mutua adopción psÃquica y emocional es necesaria. Allà radica la igualdad última entre el varón y la mujer. Ninguno puede decir con certeza “sé que esta crÃa es mÃaâ€. Creo que lo que se construyó social y culturalmente a posteriori irá perdiendo su fuerza a medida que reivindiquemos menos la máquina y más la propia elección de ese hijo. Los unos y las otras.
¿O será que alguien fantasea con que la asimetrÃa de género en torno de la filiación desaparecerá cuando las mujeres declinen su derecho, su placer y su poder de llevar la crÃa en su vientre? Eso me suena tan inverosÃmil como que para lograr la igualdad el varón consienta cortarse su pene.
No se me ocurre otra manera de pensar un mundo sin diferencias, sin complementos, sin responsabilidades compartidas, sin capacidad de entender que lo distinto no da más o menos derechos, no habilita más o menos posibilidades en la vida.
* Area Educación y Sociedad, Flacso.
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