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Viernes, 30 de enero de 2004
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A mano alzada, por María Moreno

Ella y los otros

(De cómo la derecha se transforma en “el otro”, discriminado, cuando una mujer se dice feminista)

Con ese nombre de cantante de boleros o de telenovela latinoamericana, la jueza Carmen Argibay decidió, desde el vamos, hacer declaraciones en calidad de valores éticos antes de que sus adversarios se encargaran de convertirlos en fallos morales que le salieran al paso como obstáculos en el ejercicio de su cargo como miembro de la Suprema Corte de Justicia. Su autoabscripción como feminista en un país donde el feminismo es un pozo ciego en el que las grandes retóricas intelectuales apelan al lugar común de que este movimiento no es más que un intento fallido de dar visos ideológicos al odio al hombre, merece respeto. Así como también su declaración de ateísmo, cuando se ha visto a tantos funcionarios ir a misa como parte del protocolo exigido por la Constitución y con la expresión transpirada de quien recuerda la urgencia de su agenda política. El revuelo de sotanas de cuyos dobladillos se ha colgado la oposición al presidente Kirchner fue acompañado por monsergas en torno al derecho a la vida desde su concepción y, en segundo plano, a que el ateísmo sería un atentado a la Constitución que exige el culto apostólico romano. Pero, como siempre, es preciso escuchar entre ondas y leer entre líneas. El diario La Nación, que se abrió de pliegos ante todas las impugnaciones a Carmen Argibay, desde su editorial del 4 de enero astutamente mostró la verdadera preocupación de la derecha que ahora, en habitual apropiación de las expresiones del adversario, habla de derechos humanos y discriminación al diferente: “ellos”. Allí se expresa la preocupación porque Kirchner elija a alguien con una “ideología similar a la suya” y exhorta a la elección de un próximo miembro de perfil independiente y de otra ideología. ¡Ah, que no sean juezas ni Lita de Lazzari ni Elena Cruz! La editorial también manifiesta su alarma porque el apoyo de Argibay a declarar inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida habría sido un voto cantado y prueba de la parcialidad de la jueza. Pero es casi transparente, tras la objeción formal, la toma de posición del editorialista (igualmente “parcial”). ¿El horror a la palabra “militante” no se debe menos al ateísmo de Carmen Argibay que a sus resonancias más recientes?
Es una tradición de la derecha adjudicar al adversario una ideología mientras que la propia sería un influjo natural, producto del divino que ahora se anuncia en términos de “pensamiento independiente”. (Para un registro biográfico del espíritu independiente de Carmen Argibay ver “Quién es Carmencita” de Martín Granovsky, publicado en este mismo diario.)
Las objeciones con o sin sotana centradas en la declaración de Argibay a favor de la despenalización del aborto en un contexto de defensa de los derechos de las mujeres –que tradujeron, según la tradición conservadora, a la declarante como “abortista”–, pueden considerarse directamente obscenas por más niños no nacidos que se defiendan irresponsablemente en retórica demagógica y amarillista, puesto que nuevamente sitúan la cuestión del aborto en coyuntural chicana electoral, como cuando Duhalde y Menem la usaron contra la Alianza en las elecciones de 1999. Y lo que es peor, han sido realizadas desde la más supina ignorancia de los saberesdesde los que han sido enunciadas: la ley jurídica y la Iglesia. Así el presbítero Guillermo Marcó, director de la oficina de prensa del arzobispado de Buenos Aires, en una carta dirigida a La Nación el 19 de enero, asocia feminismo-aborto-crimen y lo hace con el aval de las declaraciones del arrepentido Doctor Bernard Natanson que practicó 75.000 abortos y luego inició su conversión ante la visión de una ecografía. Marcó finge ignorar que la prohibición del aborto por parte de la Iglesia es de orden reciente y legislativo, no magisterio de la Iglesia. Ya que a lo largo de los siglos han existido divergencias entre los teólogos acerca de si el feto es o no una persona y cuándo es capaz de albergar un alma y que la prohibición unánime coincide con la aparición de un papado fuerte y la unificación de las leyes canónicas. Vaya el Padre Marcó a leer a San Agustín y Santo Tomás. Y busque en Las Escrituras donde el aborto figura como metáfora de enfermedad o es condenado cuando un hombre golpea el vientre de una mujer embarazada hasta hacerla abortar. La argumentación de Marcó en nombre de los derechos humanos y apoyada en las declaraciones de Natanson equivalen a defender la vigencia de éstos basándose exclusivamente en las declaraciones del arrepentido Scilingo.
El grupo Human Life International, con poco cristiana grosería se pregunta cómo puede representar a la mujer argentina una atea, que “no osó formar familia”. ¿Acaso Jesucristo no exigió la separación de la familia, el celibato menos como abstinencia sexual que como dedicación exclusiva a Dios? Evita y Victoria Ocampo no tuvieron hijos, sin embargo muchas mujeres se sintieron representadas por ellas en antípodas ideológicas e igual pasión. Las quejas de la Corporación de Abogados Católicos también defienden los derechos del niño por nacer, pero parecen olvidar que en el Código Penal se prohíben los delitos contra la vida pero no se asocia el aborto al homicidio. El agregado de que se trata del “homicidio de un inocente” corre por cuenta de la Corporación.
En medio de las falaces exigencias democráticas de la derecha, la mentalidad pluralista e independiente apareció a través de otra mujer cuando apoyó la candidatura de Argibay: Elisa Carrió, una opositora declarada a la despenalización del aborto.
Como ha dicho por ahí algún cura, el 85 % de los argentinos se declara católico, pero nuestra marca de fábrica sigue siendo la generación del ‘80, que cuestionable en muchas de sus acciones y premisas, excluyó la enseñanza religiosa de los programas escolares, aprobó el matrimonio civil y sostuvo en la gestación de la nación moderna un ideario positivista de cuño eminentemente laico. Sarmiento, Ingenieros y Borges eran laicos. Perón disimulaba.
Las mujeres que abortan, como dice la filósofa Laura Klein, saben que algo muere y que su decisión es trágica, por eso no se reconocen ni en los discursos antidespenalización del aborto ni en el de sus adversarios, que al conceder en discutir el momento en que el embrión puede ser considerado una persona aceptan tácitamente que se trata de un crimen sólo que a partir de cierto momento. Tampoco se identifican con las argumentaciones que señalan que una bellota no es un nogal o que, desde la ciencia, convierten el óvulo fecundado en un tumor o cuerpo extraño contra el que el cuerpo materno ejerce todas sus defensas inmunológicas. Incluso advierten la complejidad de plantear el aborto en términos de derechos humanos. El sentido común señala que no es lo mismo una mujer con tres abortos que una que ha matado a tres hijos nacidos. Entre abortar y matar hay un “como” denegado. Omitirlo da mayor fuerza terrorista al enemigo. Hay experiencias irreductibles a la metáfora. No hay nada como Auschwitz. Auschwitz es el fin del “como”. Abortar no es como matar. Abortar=abortar. Y la doctora Argibay lo sabe.

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