Es una suerte que Victoria Morán y Juan Villegas se hayan encontrado. O que Villegas, con ojo de artista que a esta altura tiene un gusto formado, haya reconocido como objet trouvé a otra artista con la que tiene más en común de lo que a primera vista podrÃa parecer, una con la que puede establecer en su documental un juego de espejos respetuoso y delicado. Porque las pelÃculas de Villegas son de ésas en las que hay que esperar, no se pueden mirar con ansiedad ni con la expectativa de que lo rotundo nos salte al encuentro. Villegas más bien parece filmar por momentos a la deriva, como si en paseos nocturnos, vagabundeos como los de los personajes de Sábado (2001) o los de Ocio (2010) tuviera que ocurrir lo cinematográfico. Aunque, cuidado: esa falta aparente de plan y esa simplicidad son productos del trabajo, igual que la forma de cantar de Victoria.
Ese trabajo es lo que Villegas quiere reponer detrás de una voz sobria, cristalina, que parece surgida espontáneamente como si para Victoria Morán, la cantante de tangos que ya lleva grabados dos discos y recorridos muchos escenarios en veinte años de carrera, no hubiera ninguna diferencia, sólo pura continuidad, entre cantar mientras hace las tareas de la casa, hacerlo frente a una cámara o arriba de un escenario. Pero no: la historia de cómo Victoria se convierte en una artista, no sólo puliendo la voz sino encontrando una tradición en la que esa voz se siente a gusto y que recupera para gusto de tantos que estamos hartos del circo pasional montado alrededor del tango, es una historia que tiene que ver tanto con el don como con trajinar trenes y colectivos, oficinas de Sadaic y clases que permitan ganar la plata que no dan los discos ni las presentaciones, ingenio y autogestión, paciencia y capacidad para disfrutar de una carrera tal como es y que por sus mismas caracterÃsticas se luce más en la intimidad que en la estridencia del gran espectáculo.
Esa intimidad es lo que Villegas construye plano a plano hasta convertirla en una especie de milagro, cuando elige mostrar a Victoria de espaldas o toma distancia para acompañarla en retazos de vida cotidiana que componen una figura de artista a la que podrÃa, con sólo subirle un poco el volumen, ponerla en camino de volverse mÃtica. Pero el gusto, que no es una cuestión menor y sà un radar que guÃa con seguridad a los artistas que tienen muchos años de trabajo invertidos en formarlo, lo lleva a detenerse siempre un poco más acá de cualquier afirmación demasiado rotunda, de cualquier información que pueda llegar a imponerse como explicación posible. Armar la pelÃcula alrededor de la cantante se parece entonces a ir superponiendo, uno sobre el otro, distintos velos que la rodean sin tocarla, que la muestran filtrada por cierta luz, casi siempre oblicuamente, sin perturbarla.
Villegas entendió y se dejó guiar por el estilo de Victoria Morán, o encontró en él algo que tiene que ver con su idea de cine. Hay algo en la manera en que filma un cielo –quizás de Berazategui- cruzado por una antena, o una de esas casas bajas del tipo construido probablemente por inmigrantes, esxs cuyxs descendientes llenan los trenes todos los dÃas para atravesar el conurbano, que da cuenta de esa afinidad estilÃstica: teniendo en cuenta que la pelÃcula se abre con Victoria parada en un andén, a la espera de uno de esos trenes, el director parece encontrar formas sutiles de construir para los tangos que canta Victoria menos una mitologÃa que un territorio que tiene su historia. De esa geografÃa, presente sin énfasis, parecerÃa hablar también Adiós felicidad cuando Victoria la canta sobre el final de la pelÃcula, en un diálogo Ãntimo y ficcional con una felicidad perdida que ella entona –toda una lección de gusto, y una en la que el gusto coincide punto por punto con una ideologÃa- como si la pérdida de la felicidad no fuera una tragedia sino apenas, tan sólo una oportunidad perdida.
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