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Viernes, 30 de octubre de 2015
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cine

La voz mala

Marguerite, una versión muy libre pero valiosa de la historia de Florence Foster Jenkins, la soprano que se convirtió en un mito por cantar pésimo pero creerse genial.

Por Marina Yuszczuk
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El director francés Xavier Giannoli encontró un objeto maravilloso para su película más reciente: la historia de Florence Foster Jenkins, la soprano norteamericana que se hizo famosa porque cantaba mal, lo conmovió cuando escuchó su graznido desafinado en la radio y vio una foto donde ella posaba con alas de ángel. Florence nació en 1868 y después de unos años de enseñar música se dedicó a dar recitales, en una parte soñada de su carrera que le llegó tarde y cuando ya se había liberado de la restricción de los padres y el marido, que le habían pedido que por favor no lo hiciera. Es que era pésima: ni el ritmo ni el oído musical ni la voz le habían sido dados como don, pero sí un deseo innegociable junto con la convicción de su grandeza. Después de un par de décadas de dar recitales más bien íntimos donde lxs invitadxs se reían –y ella atribuía las risas a la incomprensión o la envidia-, Jenkins se convirtió en un mito. A los 76 años se presentó con entradas agotadas en el Carneggie Hall y un mes después, murió.

La historia es una caja de bombones rellenos, obviamente, y es raro que hasta ahora no se hayan hecho películas al respecto aunque se está filmando una biopic de Stephen Frears protagonizada por Meryl Streep. Pero Giannoli se tomó mucha libertad para contar su historia, hizo de la Florencia norteamericana una Margarita francesa y la puso en la década del 20, los años del jazz y la posguerra y los vestidos de raso a la cadera. Además la cambió de tono: se supone que Florence Foster Jenkis fue y murió feliz, blindada en la convicción de que tenía una voz maravillosa, mientras que Marguerite Dumont (interpretada por la francesa Catherine Frot, delicadísima) es desde el comienzo un personaje melancólico. Mme. Dumont vive en una mansión en el campo con un marido que financia sus delirios y a la vez los sufre: dedicada íntegramente a su arte, la dama no para de comprarse partituras y utilería de descarte de óperas pasadas, se saca fotos vestida como las heroínas de su género musical preferido, organiza recitales donde ella misma es la atracción principal y tiene armado a su alrededor un pequeño universo que hace de colchón a la perspectiva de un fracaso seguro.

Nadie, ni los sirvientes, ni lxs amigxs, ni el marido, le dice a Marguerite que canta pésimo. Pero la particularidad del personaje es que parece saberlo, hay una desesperación suave en la mirada de Marguerite, una inquietud generalizada, que la hace ver y no ver el esfuerzo gigante instalado a su alrededor para dejarla viviendo su fantasía dentro de una burbuja comprada con dinero. Por esa vertiente melancólica, Giannoli elige hacer de su historia un despliegue de la creencia como armazón dolorosa y al mismo tiempo imprescindible, de ahí que la tome justo en el momento en que en esa armazón aparece una grieta. Si el grupo social de Marguerite la consiente y la ampara, la llegada de un poeta vanguardista y un joven crítico de arte que se fascinan con la cantante pone en crisis toda la simulación y hace de Marguerite, inesperadamente, una figura que puede calzar perfectamente en un recital de aires dadaístas, cantando el himno mientras el joven poeta grita “¡A la mierda la belleza!”. Giannoli no deja de abrir líneas secundarias, como ésta del malentendido vanguardista, o el amor del crítico Lucien Beaumont por una cantante, o la extraña relación del mayordomo de Marguerite (que la ama como se ama a las estrellas, para consumirlas) por una mujer barbuda, un poco dejándose llevar por el canto de sirenas de explotar la galería de freaks propia de una época. Esa es la mayor debilidad de la película, son historias que raramente interesan y la protagonista queda algo perdida como apenas una mujer que se desvive por llamar la atención del marido, pero a la película honda y sentida sobre un cantante fracasado Giannoli ya la había hecho, inmejorable, en esa joya que es Quand j’étais chanteur (2006) con Gérard Depardieu.

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