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Viernes, 4 de diciembre de 2015
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escenas I

La escritora solitaria

La infancia es en Yo no duermo la siesta una narrativa salvadora, la posibilidad de sobrevivir a los inalterables dolores y una estética que se anima a desafiar el verosímil.

Por Alejandra Varela
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La infancia es un momento donde cualquier niña puede convertirse en escritora. Tal vez jamás lo note y se trate de un instante único, olvidado cuando el tiempo la instale en su impiadoso realismo, pero existe una época donde las nenas se ven capturadas por una voluntad que las lleva a imponer en su mundo cotidiano las más pulidas fantasías.

No se trata de una escritura abocada al papel, sino de una acción incansable. Esa que obliga a Natalí a no dormir la siesta para dar vuelta la casa de su amiga, poner música, sacudir hasta el mínimo objeto para que los deseos aparezcan.

En un entorno infantilizado, con el tío de su amiga Rita vulnerado en su capacidad de crecer, con la mente de un niño y los gestos que delatan que algo en él no puede sosegarse, frente a Dorita, la empleada que llora en secreto un amor que cree perdido y se encierra en la música de cumbia que suena en sus auriculares, Natalí se vuelve adulta. Es una pequeña mandona que abre tajos en esa casa donde está de visita para imaginar películas encantadas que escenifica mientras desmantela la tristeza de una casa que se aferra a la normalidad.

Con el drama de su familia a unas poquitas cuadras, la pequeña hada no ve en esa escritura que lleva a la práctica mientras habla, juega con Rita o le enseña al tío discapacitado a pintar un nube, una suerte de evasión ingenua. Su persistencia por hacer de lo real un territorio más estimulante y placentero, destierra con la escavadora de su lengua punzante las verdades que en los personajes adultos son una maraña incrustada en el pecho de la que se niegan a hablar.

La criatura que Micaela Vilanova construye con firmeza, sin ceder a la ternura, como alguien que soporta toda la sinceridad que una niña es capaz de ver, se anima a hundir los dedos en el perro enfermo y a llenarse de sangre (protegida por un par de guantes) mientras impulsa al tío a treparse a la cima de un árbol como ese personaje de Amarcord de Federico Fellini al que la debilidad no le impedía rebelarse.

Natalí ordena, parece ensañarse con su amiga Rita pero a lo largo de Yo no duermo la siesta, se nota que algo de esa astucia se ha impregnado entre las pecas y los rulos. Rita se suma a las historias de Natalí como una cómplice un tanto manipulable pero lentamente conquista su independencia, decide y le marca el camino a Natalí hacia esa noche donde deberá salir sola, con la foto de su amiga en la memoria y el vestido de fiesta de la dueña de casa.

Si las decepciones limitan la posibilidad de acción en los personajes adultos, si la creencia se problematiza al extremo de dejar a los sujetos en el encuadre obediente de sus obligaciones, la infancia es esa oportunidad generosa para tomar a la vida de los hombros y exigirle que cumpla nuestra voluntad.

Natalí lo sabe y no puede perder el tiempo durmiendo la siesta. Su mirada siempre despierta para dejar atónitos a los demás personajes con sus argumentos y estrategias precisos pero, a la vez, evidentes . Por eso la trama que en un comienzo parece seguir la lógica adulta, con un costumbrismo bastante risueño, comienza a ser borroneada por el punto de vista de una niña que se enfrenta a un automatismo vaciado de sentido que es el sustento de las conductas de Hilda y Dorita.

La escritura es esa prepotencia frente a los hechos, ese desparpajo que no elude ni suaviza porque hablar y plantar a los personajes en la trama también implica interpretar, activar una maquinaria de pensamiento arrolladora. El arsenal de las historias de Natalí hace un hueco en la realidad para mostrarla mutante, un poco más permeable a lo impredecible.

Yo no duermo la siesta, escrita y dirigida por Paula Marull, se presenta los miércoles a las 21 horas en Espacio Callejón.

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