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Viernes, 5 de agosto de 2016
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visto y leído

Frenesí

En su primer libro de poemas, Natalia Leiderman asocia la vitalidad del deseo juvenil femenino con las vivencias vinculadas al paso del tiempo y las estrategias para resistir la opacidad del mundo.

Por Daniel Gigena
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El brillo recorre el primer libro de Natalia Leiderman (Buenos Aires, 1990), a veces como una cualidad del encuentro amoroso (y no hay pocos en el conjunto), otras como aquello que alguien espera provocar, un efecto, “algún brillo”; en otras ocasiones puede ser el deslumbramiento de un interrogante, “atento hasta el brillo/ hasta la combustión”. Incluso actúa como un don que se hace a sí misma la voz femenina y juvenil que estructura el libro: “al mundo, me doy luz”. Los “órganos que aman” titilan a la hora de la siesta, el destello de una primera vez se insinúa en el olor de la piel, los ojos brillan cuando ven “el lomo de los animales/ dorándose al sol”; ¿son poemas de la distancia ideal que la mirada construye o registros de la sensualidad que el temor suma al paso del tiempo? Se lee: “como una burbuja tengo miedo/ de no llegar al viernes/ ni a ningún lado/ todo es urgente me anticipo/ a la fiesta al brillo”. Leiderman dice sobre su escritura: “Yo celebro con un ojo puesto en la fatalidad: el deseo se toca con el miedo, el placer está en tensión con el dolor, y hablo de la juventud ya viéndome anciana. Pero la celebración es un conjuro muy poderoso, tira contra la muerte, como diría Gelman. El poema es para mí el más hermoso conjuro, la más preciosa celebración.”

La voz cantante de los textos no parece estar mediada; entre las vivencias y la escritura (que no es sino una vivencia más), el trabajo del poema consistiría en “haber hecho bien/ todas las cosas”. Claro que eso es imposible. “La voz que me sale y que me interesa, porque terminé haciendo de mi necesidad una elección, suele nacer de la urgencia, de un cuerpo que se alborota por sobrevivir –afirma Leiderman–. Trabajar la voz es adecuar, articular las estrategias, los sonidos, los movimientos, a esa urgencia.” Es verdad que en los poemas de Animales dorándose al sol se despliega una intensidad asociada con el movimiento y la mirada: “hay luz y movimiento allá afuera”. Fugas, relaciones sexuales, acciones cotidianas ejecutadas con la destreza de equilibristas o trapecistas, bailes: “mi cuerpo es un ritmo que no se detiene”. “Para hablar de la juventud, del erotismo, del mundo familiar, uso una voz alerta y en tensión; si bien está presente la voz de la juventud y del erotismo, la voz de lo vital, de la promesa, también escribo con la voz de la vejez y la muerte custodiándome, alerta, juiciosa, del otro lado”, comenta Leiderman.

Como ocurre en muchos primeros libros, en éste también hay demasiados poemas. Esta observación no depende del número de textos sino de la insistencia en motivos (y en formas) ya trabajadas en la primera mitad del libro. En un principio, el libro se dividía en tres partes: una reunía los poemas vinculados con el amor familiar; otra, los poemas vinculados al amor y el erotismo y, por último, una sección agrupaba los poemas que insinuaban ciertas estrategias para resistir el mundo (incluida la táctica de la escritura de poemas: “me dijeron estás viva/ y después plop/ se disolvieron furiosos en el aire”). Pero esa división, cuenta Leiderman, “no prosperó; los amores se mezclaban, se superponían, la separación era en extremo artificiosa. Sin embargo, me sirvió para saber que se trataba de un poemario que tenía como obsesión las distintas formas del amor, que en el fondo, quizá, son una sola”.

Animales dorándose al sol
Natalia Leiderman

El Ojo de Mármol
80 páginas

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