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Viernes, 9 de septiembre de 2016
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rescates

Cartas de amor

Rebecca Schröter
1751-1826

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Son varias y una promulga más amor que la otra. Atadas con cinta de muselina las cartas dicen amor, amor y otra vez amor hasta que la palabra untada de sueño ya es vigilia invadida. Quien las escribe es Rebecca, la viuda de Schröter y quien las recibe es Haydn, el padre de la Sinfonía de los adioses. Esta Rebecca, la mujer inolvidable que el bautismo a futuro de Daphne du Maurier convirtió en dogma, era una heredera escocesa de Londres a la que la sociedad que le tocó en suerte definía como amante de la música –cuando decían música querían decir músicos– y que llegó a la vida de Haydn pidiéndole ser su alumna de piano, “feliz verle si no es un inconveniente para usted darme una lección” le dijo como antes le había dicho al profesor Schröter en la intimidad de su casa mientras organizaba a escondidas un matrimonio poco conveniente para las pretensiones de clase de sus padres.

Rebecca Scott y Johann Schröter –un inmigrante alemán que enseñaba música a las damas de clase alta y palacio– se casaron sin devociones familiares y con algunos intentos disuasivos con ofertas de dinero incluidas en julio de 1775. Los Scott no tuvieron éxito y el matrimonio de su hija duró más de diez años, hasta que Johann murió en noviembre de 1788 en el número 6 de James Street, Buckingham Gate, casa en la que Rebecca continuó viviendo y desde donde escribió después las cartas de amor para Haydn. Una vez más Rebecca se había enamorado de su profesor de música. El romance fue todo lo secreto que la época permitió ser y las cartas de pasión adicta estuvieron al resguardo de ojos ajenos. Fue Haydn quien las copió –la edición y el subrayado que tacha nombres y lugares son de su autoría– en su “cuaderno de Londres”, razones de vanidad, razones de inspiración o ambas. Ella tenía casi cuarenta años, él más de sesenta y durante el tiempo que Haydn estuvo en Londres compartieron la comida de cada noche, “si no tenía otra invitación por lo general comía con ella”, le confesó el músico a uno de sus biógrafos. él estaba casado y además acababa de pelearse con una de sus amantes (la cantante Luigia Polzelli).

Amores fervientes, constelación de avances y fugas reiteradas, eran vida cotidiana en el devenir del músico que Londres llamaba “el Shakespeare del pentagrama” y que era amigo de Mozart y maestro de Beethoven. Poco más se sabe o se inventa sobre los secretos encuentros amorosos del profesor y la alumna, Haydn no transcribió las cartas de despedida –si las hubo– cuando volvió a su Austria natal antes o después de olvidarla dedicándole trios para piano (Trio in D major, Hob.XV:24 Trio in F? minor, Hob.XV:26). Un olvido tan irreal como el de las cartas perdidas. Cuando el siglo cambiaba Rebecca abandonó su casa de James Street y se mudó a Camden donde murió mientras el Reino Unido celebraba elecciones generales. Su amor editado afiló el borde de las palabras para que suenen eternas, “cuan desgraciada me siento cuando no puedo veros (...) Mi amor. Fue una verdadera pena verlo partir tan de repente la noche pasada (...) usted es lo más querido todos los días de mi vida” y restauró el retrato de seductor irresistible en el que siempre posa Haydn. Dicen que Rebecca, la heroína rosa de cualquier posible película sobre la Londres del siglo XVIII nunca se alejó de Haydn aunque las distancias y las fronteras insinuaran lo contrario. Lo confirma la profecía de su nombre y el amor en perplejidad ciempiés condenado a condenar los gestos de abandono que los bemoles protegen cuando suenan como suena un encuentro.

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