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Viernes, 31 de diciembre de 2004
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Perfiles

Bésame mucho

En el mundo del tango, la tradición dice que el hombre conduce y la mujer obedece; sin embargo, Naty Filacánavo es una excepción a la regla, y desde la barra dirige y decide el funcionamiento de una de las milongas del centro. Y aunque se muere por bailar –totalmente prohibido para el personal–, disfruta de adivinar lo que dicen esos gestos que tejen la trama de la seducción.

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Por Noemí Ciollaro

Una orquesta de tango es lo mismo que un barco, las minas a bordo traen yeta”, cuentan que vociferaba Juan D’Arienzo, el “Rey del Compás”, cuando allá por 1935 sus músicos le proponían incluir a una cancionista en su orquesta. Expresiones como la de D’Arienzo –que en la década del ‘40 hacía temblar el Chantecler con su estilo “picado”, una gloria para quienes amaban bailar– sintetizaban el pensamiento de la mayoría masculina sobre el protagonismo de la mujer en el tango y en la vida.
Si hoy D’Arienzo viviera y se diera una vuelta por El Beso, una de las milongas del centro, sufriría un gran disgusto al ver que tras la barra, como quien se parapeta en un bunker, dirige la batuta una mujer.
Natalia Filacánavo (26), Naty para quienes frecuentan el lugar, es un caso poco común; tradicionalmente, en las milongas, la barra, el manejo de la caja y el personal, es un lugar de hombres. Sin embargo, ella desde hace cuatro años se desempeña en su tarea sin estridencias y como una diosa en un altar. Tuvo más de un sobresalto, cuenta, antes de adquirir soltura y confianza en el mundo milonguero, un ámbito desconocido que la sedujo.
–Llegué a El Beso acompañando a mi hermano mayor que trabajaba aquí como encargado, y a tomar una clase de tango, por curiosidad. Los dueños me conocieron y me ofrecieron hacer una suplencia de moza. Había trabajado cinco años como mesera en lugares de comida, pero nunca en una milonga, y cuando empecé atendía a la gente de la misma manera, pero pronto me di cuenta de que esto era distinto, que los hombres se relacionaban de otra manera. Yo tenía veinte años, me decían “nenita”, enseguida me tomaban del brazo o de la cintura y me hablaban de igual a igual. Hombres grandes, los jóvenes también, pero a ellos los veía como pares, más me sorprendían los milongueros mayores. Yo pensaba que eran como mi papá, y más o menos tienen el promedio de edad de él, sesenta años. Si el trato seductor venía de uno de treinta me hubiera puesto en guardia, coqueta, quizá nerviosa, pero con los de sesenta al principio me sorprendió mucho y hasta me desilusionó, no entendía nada.
Naty nació y creció en el Tigre, a orillas del río, en una familia que bailaba y cantaba tango por placer, reunida en veladas que se prolongaban hasta la madrugada.
–Vivíamos arriba de la casa de mi abuela, y los fines de semana se juntaban todos, se hacían asados, se tomaba vino y después yo ya sabía que venía la guitarreada y el baile. Cuando me caía de sueño, aunque trataba de aguantar porque verlos era algo que me fascinaba, me alzaban y me llevaban a la cama, y seguía escuchando cómo se divertían hasta que me dormía. Es un recuerdo de la infancia de esos que te producen ternura y nostalgia; otras noches ponían chamamé y a mí me encantaba bailar, se reían, me festejaban y yo pasaba y pedía monedas como recompensa. Siempre me acuerdo de una amiga de mis viejos que le cantaba el tango Maula al marido, por historias que tenían entre ellos, lo hacía con una pasión y una bronca muy especial. Pero era todo así, familiar. Antes, todos erantangueros, por lo menos en las familias humildes como la mía; mi abuela llevaba a mis tías a la milonga y se quedaba ahí con ellas; mis tíos eran los que les decían a mi mamá y a sus hermanas con quiénes podían bailar y con quiénes tenían prohibido hacerlo. Se armaban líos fuertes en las milongas de provincia, y mi mamá y mis tías peleaban a la par de los hombres de la familia, si veían que les querían pegar a los hermanos se metían y repartían tacazos y patadas por todos lados. Más de una vez las llevaron a la comisaría, eran bravas.
Cuando su hermano viajó a Suiza, los dueños de El Beso le ofrecieron a Naty que se hiciera cargo de la barra, para entonces ya había cambiado su opinión acerca de los milongueros y también sobre sí misma, allí, dice, comenzó a conocerse.
–La milonga es una seducción constante para hombres y mujeres, donde se puede desplegar la sensualidad sin las tensiones que existen afuera, hay un límite en el juego y cada uno decide si avanza o no. Yo hice un cambio impresionante aquí, antes lo más osado que me ponía era un jean ajustado con una remerita, ni medias ni tacos altos, jamás. Y acá descubrí eso y me gustó, pude empezar a bailar y a sentirme. Fue un cambio interior mío, además de trabajar me voy conociendo, a veces puede producir un poco de vértigo, asustarte, pero fue como un punto de partida en el camino de ser mujer.
Naty, espigada, pelo largo, pesado y oscuro, ojos negros de enormes pestañas, una cara en la que se descubren rápido los antepasados moros de su familia, fue bautizada la Barbie Criolla por Dany, uno de los instructores de baile del lugar. Se dice en otras milongas que la barra de El Beso es la que concentra más hombres a su alrededor, adoradores, seductores, pero Naty tiene prohibido por sus patrones bailar durante las horas de trabajo, para desilusión de muchos y para cierta tranquilidad de Gonzalo, su novio, que trabaja como mesero en el lugar.
–Cuando era moza, al final de la noche, a las cuatro o cinco de la mañana, nos turnábamos con otra compañera y así podíamos bailar un par de tandas. Pero alguien le fue con el cuento a los dueños y nos prohibieron bailar por completo; en un principio pensé en dejar el trabajo porque sentí que iba a sufrir mucho, las primeras noches fueron horribles, se me caían las lágrimas porque me parecía muy injusto, yo nunca había desatendido mis obligaciones. Hasta que un sábado me cansé, me habían sacado a bailar tres veces y yo tenía que decir que no; eran las cinco y media de la mañana, ya había terminado de atender, y salí a bailar una tanda entera (cuatro tangos), con eso sólo me sentía re-feliz. Pero al otro día llegué a trabajar y la dueña me estaba esperando sentada en la barra, me llevó a tomar un café y me suspendió dos días para que en ese tiempo pensara qué quería hacer con mi vida. Pensé en irme, pero sentía que si lo hacía no iba a encontrar un sitio igual, yo ya sentía que pertenecía, así que me quedé. Aquí tengo amigas, amigos, no es sólo el trabajo.
Cuando la milonga está en su punto más alto, pasada la medianoche, y la energía se palpa en el aire, el DJ manda una tanda de rock y salen a bailar y a lucirse milongueros que rondan los setenta, pero se mueven como si tuvieran veinte años. Tras la barra, incontenibles, se contonean Sebastián, Naty, Roberto y hasta Emanuel, el cocinero. A un costado y bandeja en mano, hacen lo mismo Carla, Lucía y Yamila, las meseras.
Natalia y Gonzalo van los jueves a bailar a otras milongas con las ganas acumuladas durante el resto de la semana mientras trabajan y ven bailar a otros, y se sorprenden cuando los reconocen y les ofrecen champagne.
–Eso me hace bien, recién cuando estoy en otra parte, del otro lado de una barra, me doy cuenta de la cantidad de gente que conozco, me conoce y demuestra calidez. Claro, son cuatro años, a muchos terminás conociéndolos con sólo mirar la cara que traen, a pesar de que es todo bastante anónimoy poca gente cuenta cosas personales. En la milonga cada uno quiere mostrar su mejor parte y es un lugar al que van a distraerse y a olvidarse por un rato de los problemas cotidianos. A veces te parece que estás en una burbuja, es muy contradictorio. En diciembre del 2001, mientras en la calle había un lío tremendo y mataban gente, aquí, en Riobamba y Corrientes, se comía y se bailaba. Esa noche lloré, sentía una contradicción enorme, quería salir; aquí se comía y en la calle otros saqueaban para comer, veíamos por la ventana a muchos corriendo, a la policía persiguiéndolos, y yo tenía que trabajar. A la vez había quienes llegaban y contaban lo que estaba pasando afuera, y los notaba preocupados, como si se hubieran refugiado entre conocidos porque lo que estaba ocurriendo era muy grave.
Desde la barra, Naty tiene una visión privilegiada de lo que ocurre en la pista y en las mesas, de los posibles romances o rupturas, de las citas furtivas, de los que están tristes y los que no, de quienes “planchan” y de quienes una noche o varias son los más codiciados, mujeres y hombres.
–Sí, desde aquí ves todo, quiénes coquetean, los que arreglan una cita y se van separados, salvo las parejas estables, nunca salen juntos. Sale el hombre primero y un poquito más tarde ves que la mujer se va también, antes los viste bailar, hablar, y antes todavía te diste cuenta de que había una historia por nacer. Como el histeriqueo de los hombres para sacar a bailar, por ahí miran a una mujer hasta que ella los mira, y una vez que los miró sacan a bailar a otra. Las mujeres también lo hacen, pero menos, porque en principio es el hombre el que elige. La milonga es así.

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