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Viernes, 29 de abril de 2005
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Sociedad

Catástrofe artificial

Hace dos años, la ciudad de Santa Fe se hundía bajo el desmadre del río Salado, que arrasó con 23 vidas y dañó el 70 por ciento de los edificios. La tragedia tenía causas concretas: nunca se había terminado una obra -para proteger un link de golf– que hubiera puesto coto al agua. Pero además, como en las peores películas del género, se agravó porque los funcionarios, en lugar de alertar a la población, le pedían que resista en sus casas. Esta es la historia de Gloria, una entre tantas.

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Por Sonia Tessa, desde Santa Fe

Las palabras reviven la fuerza que traía el agua del río Salado durante aquella noche del 29 de abril de 2003, cuando la inundación partió en dos la vida de 130.000 santafesinas y santafesinos. A Gloria la despertó una vecina a la 1 de la madrugada del 29 para decirle que el presidente de la vecinal había pasado a avisar que levantaran las cosas, que se venía el agua. Vivía en barrio Chalet, una zona de trabajadores a pocas cuadras del club Colón de Santa Fe. Esperaban algo así como 1,50 o 2 metros de agua, una altura ya inédita en esa zona, pero fueron más de cinco metros, que durante veinte días permanecieron allí sobrepasando los techos, en un barrio que a simple vista parecía un lago. Esa madrugada, cuando todo estaba por suceder, Gloria y su hija Soledad (de 27 años, con dos niñas pequeñas) empezaron a levantar mueble sobre mueble, a acomodar la ropa arriba de los roperos, a embalar unas pocas cosas para irse por dos o tres días a la casa de un familiar. Fue la primera noche sin dormir. Lo más valioso –la heladera que estaban pagando en cuotas, el lavarropa, los televisores– lo pusieron a la mañana siguiente en una camioneta y lo llevaron a la casa de unos primos, en el barrio Centenario, pensando que allí no pasaría nada. Y también lo perdieron. Esa misma mañana, cuando había que tomar la decisión de irse, el intendente de Santa Fe, Marcelo Alvarez, dijo por la radio que los barrios Chalet y Centenario no corrían peligro, que no se evacuaran. “No se los voy a perdonar nunca, mientras viva me la deben”, dice Gloria con desesperación sobre la cadena de decisiones tomadas por los gobernantes. Medidas desacertadas, negligentes (en el mejor de los casos) y criminales que dejaron a la tercera parte de la población santafesina indefensa frente a una catástrofe poco “natural”, aunque los gobiernos anterior y actual de Santa Fe se esfuercen en calificarla así. Dejar inconclusa una defensa que debía parar el agua y que el río se cuele por esos metros sin construir, decirle a la gente que se quede tranquila, cuando pocas horas después 23 personas morirían ahogadas sin haber sido advertidas de la furia del agua, son dos de las actitudes que la Justicia está investigando. La denuncia penal contra los funcionarios gubernamentales que tuvieron algún grado de responsabilidad por “incumplimiento de deberes de funcionario público y estrago culposo” está en manos del juez Diego de La Torre.

Para la justicia santafesina la causa está a punto de prescribir, pero en la memoria de Gloria todo está presente. Es como una película en continuado. El largo relato no escatima detalles, pequeños detalles para los demás, pero historias que para ella contienen gran parte de su vida. Con la radio en la oreja, ya sin luz, el 29 de abril a la mañana su marido Leonardo todavía estaba en su casa cuando lo escuchó a Alvarez instando a los vecinos a permanecer en sus casas. Tenía dificultades para caminarpero no quería irse, prefería quedarse a cuidar la casa grande, de 140 metros cuadrados cubiertos y otros 100 de patio, que había levantado con tanto sacrificio, en más de cuarenta años de trabajo. Para que aceptara el traslado, Gloria tuvo que retarlo y así salieron en una camioneta, Soledad con la ropa de sus dos nenas chiquitas en la parte de atrás, tapándose de la persistente llovizna con un colchón. La última postal de su casa tal como era la persigue. Muchas noches Gloria se despierta y recuerda con nitidez algún objeto que había ido atesorando a lo largo de su vida. Algún mueble, alguna prenda, una reliquia familiar. El relato se detiene con detalle ante cada objeto. “Cada cosa que había en mi casa tiene un valor incalculable para mí, porque lo peleamos durante toda una vida. Cada vez que podíamos comprar algo era una satisfacción, siempre vivimos de nuestro trabajo. Estábamos acostumbrados a vivir con dignidad, sin ningún lujo, pero con dignidad”, dice ahora. Gloria, Leonardo, Soledad y sus dos hijas de uno y tres años vivían en una casa grande, pero ese día fueron a parar al pequeño departamento de Mirta, la hermana de Gloria, ubicado en un barrio que no se inundó. Al mediodía del 29, Soledad debía volver de su trabajo en el club Colón, pero demoró mucho más de lo previsto. Es que había pasado frente a una parroquia en el centro de la ciudad y al ver mujeres y niños empapados, bajo la lluvia, entró a dar una mano en la preparación de la comida comunitaria. Cuando regresó y contó lo que estaba sucediendo, los adultos de la casa no podían parar de llorar. En algún momento del día dejó de haber luz, el teléfono se cortaba de a ratos. El único contacto con el exterior era la radio que Leonardo tenía prendida a su oreja. De repente, gritó que había estallado el barrio Centenario, donde vivían otros parientes. En esa zona el agua entró de golpe, con toda la fuerza, y mucha gente resistió los dos días que estuvo inundado arriba del techo. Allí Gloria hace su reconocimiento al ex gobernador Carlos Reutemann, porque tomó la decisión política de romper la avenida Mar Argentino, que estaba encajonando el agua, y permitió que enseguida se desagotara el Centenario.

Desde los organismos de derechos humanos, en cambio, señalan la máxima responsabilidad política del actual senador por Santa Fe. En primer lugar, fue el gobernador quien decidió que una valla imprescindible para las aguas, como la defensa oeste de la ciudad, no se completara porque afectaba los exclusivos links de golf del Jockey Club de Santa Fe. En segundo lugar firmó un decreto –el mismo 29 de abril– instando a la gente a no abandonar su casa. En tercer lugar, luego de ocurrida la catástrofe, la organización de la atención fue deficiente. La familia de Gloria recibió solidaridad de amigos y familiares. Todos le acercaron algo. Su hijo odontólogo le acercó más de 50 bolsas de ayuda juntadas en la Facultad de Odontología de Rosario. “Con mi hermana y Soledad separábamos lo que necesitábamos y llevábamos el resto a los centros de evacuados que había en la ciudad”, cuenta Gloria, que gracias a esa red solidaria de familiares y amigos pudo evitar los centros de evacuados donde la gente se hacinaba. La credencial de autoevacuada la habilitó a recibir colchones y comida, que utilizaba para cocinar guisos calientes en aquellos días fríos y lluviosos. Pero todo significaba una cola por hacer, un sacrificio más en los peores días.

Apenas bajó el agua, Gloria fue con sus hijos menores (la mayor vive en Buenos Aires) a ver la casa en ruinas. Cuenta del barro espeso que encontró en el piso, de la forma en que estaban los muebles abandonados, que se le deshacían en las manos. Y el olor. “Con lo que tuvimos que tirar a la vereda se hizo una montaña más alta que el techo”, cuenta. Las pocas cosas que pudo rescatar las lavó en la quinta de un familiar, en pleno invierno, con el frío. Para limpiarlas debía remojarlas en varios fuentones, la mayoría con lavandina. “Volvíamos con los dedos ateridos defrío por tanto trabajo en el patio, porque tampoco podíamos entrar todo ese foco infeccioso en la casa”, asegura. Después de tirar la mayoría de los muebles y rescatar muy pocas cosas, Gloria se fue de la casa y se fue a vivir al departamento prestado por un familiar en Rosario. “El día que nos mudamos a Rosario, dejamos toda nuestra vida atrás. Volvimos a empezar de cero”, cuenta con angustia. Durante meses ni siquiera pudo pensar en reconstruir la casa. Vivían de los 600 pesos de jubilación de Leonardo. Debió esperar un año para volver a la casa, cuando el Ente de la Reconstrucción que formó el gobernador de Santa Fe Jorge Obeid los citó para una verificación que definiría el dinero de la reparación económica dispuesta por una ley provincial. El equipo que los visitaría estaba formado por un técnico, un abogado y un psicólogo. Esa mañana hacía mucho frío, y esperaron desde las 8 hasta las 2 de la tarde. Una vecina les acercó dos sillas y un equipo de mate para soportar la espera. Cuando llegaron los enviados del Estado, la primera pelea fue porque, pese a lo dicho por la escritura, los funcionarios dictaminaron una cantidad menor de metros cuadrados edificados. Después, que por la valuación catastral pertenecían a una categoría baja. Gloria debió concurrir con su marido al Ente para cobrar el dinero que esperaban para iniciar la reconstrucción. Eran 8500 pesos, pero ella no se quería resignar a que le pagaran tan poco porque con eso ni siquiera podía empezar los trabajos mínimos. Le dijo al abogado del Ente que firmaría en disconformidad. La respuesta fue que si lo hacía, no le pagarían ni un peso. Recibió el dinero que le alcanzó para empezar los trabajos, y mientras su marido estaba internado obtuvo un crédito para comprar los vidrios de las puertas, la pintura, el revestimiento. Todavía concurre a Santa Fe a terminar algunos trabajos. “La casa está bien, pero habrá que seguir haciéndole cosas por mucho tiempo”, asegura. Cuando los albañiles estaban trabajando en su casa, Gloria recibió la noticia de que le habían cortado el agua. Fue hasta la empresa Aguas Provinciales y reclamó porque estaba pagando en Rosario, su hija en la nueva casa alquilada, y allí no pagaban porque no podían habitarla. Sin embargo, no obtuvo respuesta. Después de ir y venir sólo pudo resolverlo con un plan de pago. También perdió el teléfono, que no pudo pagar luego de las inundaciones.

“A mí el gobierno no me dio nada. Toda la ropa que tengo me la regalaron. Perdí todo.” Gloria muestra la ropa que le regalaron. El jogging gris, la remera blanca, las zapatillas. Todo fue producto de la solidaridad. Como no tenía muebles, cuando llegó a Rosario iba hasta un supermercado cercano a pedir cajas de manzanas, que forraba con engrudo y el papel de revistas viejas que le regalaba una vecina. Así pudo poner la ropa recibida desde diferentes lugares. Era una experiencia nueva para ella. “Siempre vivimos de nuestro trabajo”, reafirma. De a poco le fueron regalando unos pocos muebles. Sobre una mesita de su departamento tiene una foto de su hijo y la novia. Sólo se les ve la cara, y los bordes de la foto están blanqueados. “Esta la salvé de la inundación”, cuenta. El único momento del relato en que las lágrimas aparecen en sus ojos tiene que ver con las fotos. Las perdió todas. Las de sus padres, el álbum de casamiento, los bautismos de sus tres hijos. “No puedo demostrar que alguna vez fui joven, que alguna vez me casé. No puedo demostrar que mis hijos fueron chicos”, se quiebra. Con mucho más dolor todavía dice que su marido murió en septiembre pasado, después de 92 días de internación. “Nadie me va a sacar de la cabeza que murió por esto”, dice Gloria. Si bien ya estaba enfermo, el primer infarto lo sufrió dos días después de visitar por primera vez la casa en ruinas. “Le decía que se pusiera contento, que la íbamos a empezar a arreglar, que la volveríamos a levantar, pero él me contestaba que eso no se podría levantar nunca más –recuerda Gloria–. La muerte de mimarido me terminó de destrozar el alma, pero sigo adelante porque tengo mucha fe y porque tengo tres hijos y tres nietos.” Cuando se cumplió un año de las inundaciones, Gloria concurrió a la marcha para exigir justicia. “Nadie me va a devolver mis afectos ni a mi marido, no sé a quién echarle la culpa, pero los políticos no han hecho nada bien”, dice ahora y busca la fuerza para seguir viviendo.

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