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Viernes, 5 de julio de 2002
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CIENCIA

Bióloga estrella

Lynn Margulis es en la actualidad una de las biólogas más célebres del mundo. Su primer esposo fue Carl Sagan, quien más tarde se dedicó a divulgar los misterios de las estrellas. Ella, en cambio, se especializó en el estudio de las bacterias.

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Por Malén Aznárez

Nadie duda de que la estadounidense Lynn Margulis es una de las biólogas –ella prefiere decir evolucionista– más famosas del mundo. Es más, para muchos biólogos es un genio. Toda su vida ha sido una científica peculiar; una investigadora revolucionaria, autora de una sorprendente teoría sobre el origen de la vida, la simbiogénesis, que hace 25 años fue considerada una auténtica herejía y que ahora está aceptada por la comunidad internacional. Impulsora de la famosa y controvertida teoría Gaia, creada por James Lovelock, que explica la Tierra como un sistema interactivo integrado por la vida, suelos, atmósfera y océanos, Margulis es profesora de biología en la Universidad de Massachusetts (EE.UU.), codirectora del departamento de Biología Planetaria de la NASA, y autora de numerosos libros, algunos de ellos como Microcosmos, ¿qué es la vida? y ¿Qué es el sexo?, que van camino a convertirse en clásicos de la divulgación científica.
Margulis, que acaba de cumplir 64 años, ha sido siempre precoz. Entró en la universidad a las 14 años, se casó con el famoso astrónomo Carl Sagan a los 19 y fue uno de los miembros más jóvenes de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. Lo admite divertida, con una naturalidad y simpatía espontáneas presentes en toda la conversación. Su tendencia instintiva es la de tomar el lápiz y explicar sobre el papel el mundo primitivo de las bacterias, los organismos más numerosos y antiguos de la Tierra, sus únicos seres vivos durante 2000 millones de años y, también, nuestros precursores.
–¿Ha sido tan revolucionaria en su vida personal como en la científica?
No, qué va. He estado casada dos veces y he tenido cuatro hijos, dos con
mi primer marido, Carl Sagan, y dos con el segundo, Margulis, un judío de origen ruso y padre comunista, que también es un científico, es profesor de química. No ha sido fácil compaginar la vida personal con la científica, no, aunque Margulis me ayudó mucho con los niños. Pero siempre he estado trabajando: no he hecho como mis hermanas, que llevan una vida social muy intensa. Una de ellas está casada con un Premio Nobel de Física, y la otra, con el jefe del Departamento de Matemáticas del MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets), y todas las noches tenían fiestas y reuniones. Yo no iba a sus casas, no podía con ello.
–Cielos, ¿y de qué habla una familia tan científica cuando se reúne?
(Se ríe) Las mujeres no son nada científicas. Hablan de cocina.
–Es curioso que 25 años después de separarse de Margulis siga llevando su apellido y vaya a pasar a la historia de la ciencia con él y no con el suyo propio.
Mi apellido real es Alexander, y al principio publiqué con él, luego con el de Sagan, después con el de Margulis. En Estados Unidos las mujeres de mi edad siempre han perdido su apellido al casarse. Y ahora, después de haber publicado tanto con Margulis, no querría volver a cambiarlo.
–Acabo de releer ¿Qué es la vida?, que escribió con su hijo Dorion Sagan, y me sorprende que, además de ciencia, tenga mucha poesía, mucho sentido del humor y unas metáforas bellísimas. ¿Es suya la imagen: “Si hubiera ángeles capaces de bailar en la cabeza de un alfiler, seguro que serían bacterias”?
No, no, es de mi hijo, él escribe mejor que yo. Siempre tenemos cierta tensión con los libros, porque para mí es muy importante que todo sea correcto científicamente, y para él es imprescindible que tenga cierto nivel literario. El es poeta. Con Dorion he publicado 15 libros. Tenemos una sociedad que somos él, yo, un buzón y una cuenta de banco sin dinero. Además de mis clases en la universidad, tengo mucha actividad como investigadora; por eso, aunque desde hace diez años me habían pedido que hiciera libros de divulgación, no pude hacerlo hasta que me ayudó mi hijo.
–¿Aprendió con Sagan, todo un maestro, a divulgar la ciencia?
Yo conocí a Sagan cuando tenía 16 años, me casé con él a los 19 y me separé a los 25, todo muy rápido. Aprendí de él mucha ciencia, pero cuando rompimos todavía no era famoso, no había hecho la serie de televisión Cosmos. Y ni siquiera he visto toda la serie porque odio la televisión, no la veo, hacen una ciencia terrible, de un nivel bajísimo. El tenía una visión científica más amplia, y yo, entonces, ninguna. Eramos estudiantes de la Universidad de Chicago, y algo fantástico, que he explicado muchas veces, es que esa Universidad en aquella época tenía una regla: todos los estudiantes, todos, tenían que estudiar matemáticas, humanidades, arte, música, literatura y biología. Antes pasaban un examen para demostrar si conocían el tema. Yo no sabía nada. Entré a la Universidad a los 14 años, casi 15.
–¿Era algo normal o era una niña prodigio?
A la Universidad no le importaba nada la edad de los estudiantes. Decían que querían gente que deseara aprender y no les importaba si tenían 15 o 60 años, sólo pedían que pudieran pasar los exámenes de entrada. Empecé así, y era un mundo nuevo para mí, el mundo intelectual, porque mi familia no sabía nada de ciencia, no sabía ni que existía la ciencia. Tuve que hacer el curso de ciencias biológicas porque era obligatorio, si hubiera podido evitarlo nunca hubiera sido una científica. Lo fascinante es que el premio Nobel James Watson (uno de los descubridores de la estructura del ADN) había seguido dos años antes el mismo curso, cuya pregunta central era: ¿cuál es la relación entre una generación y otra, y si hay un huevo, qué tiene de los genes de un ser vivo?
–¿Fue ése el principio de su interés por la evolución que desembocaría en su “herética” teoría de la simbiogénesis, que sostiene que el origen de la vida se debe a la simbiosis de dos tipos diferentes de bacterias de la que resultó la célula eucariota –la nuestra, con núcleo–, principio de todos los seres vivos, con excepción de las bacterias?
La verdad es que la teoría de la simbiogénesis empezó con el ruso Kostantin Merezhovsky, una persona bastante antidarwinista que decía que con la selección natural era imposible crear vida nueva, que ésta siempre viene de la simbiogénesis. Merezhovsky era un genio; hizo cosas impresionantes a principios del siglo pasado, como un árbol filogénico de relaciones entre los organismos vivos a través de anatomosis –dos ramas que se unen para formar una rama compleja– que es perfecto. Yo lo que hice fue dibujar círculos y decir: esto son las plantas, esto los animales, esto los protoctistas (los seres más primitivos). Definí los grupos, pero la idea de Merezhovsky era perfecta. El empezó a publicar en l905, pero pertenecía a una escuela de ciencia, la rusa, que estaba bloqueada en el oeste. Escribió en francés, inglés, alemán y ruso. Hay que decir que la ciencia oficial del momento rechazaba sus ideas porque no estaba preparada. No es cierto que mi teoría saliera de la nada.
–Ahora es una teoría asumida.
Siempre hubo gente que estuvo de acuerdo con ella. Pero los descubrimientos empiezan casi siempre como algo esotérico, en un laboratorio muy pequeño con una sola persona, y de eso a ser un hecho científico hay mucho camino. Y al final no existen hechos científicos que no entren en la mentalidad de la época. Si están en contra de las ideas generales, no serán aceptados.
–¿Por qué le apasionan tanto las bacterias? ¿Porque son el origen de la vida o porque ha podido demostrar que son el origen de la vida?
¿Sabe que nunca he estudiado microbiología? He estudiado zoología y genética, sobre todo.
–Pero todo el mundo la considera una microbióloga.
Pero yo no, y los microbiólogos tampoco. Yo me considero una evolucionista. No hablo del origen de la vida sino de los orgánulos que hay dentro de la célula. Hay cosas dentro de ella que son como bacterias, y al darme cuenta de que esas bacterias eran los antepasados de la célula pensé que para comprender los genes tenía que comprender las bacterias. Los otros evolucionistas piensan que las bacterias están fuera de su campo genético, dicen que no importan porque no son cromosomas. Yo he estudiado mucha bacteriología, pero no oficialmente. Aprendí mucho de Ricard Guierrero, de la Universidad Autónoma de Barcelona. Hemos trabajado juntos 20 años.
–¿Por qué vino a España a estudiar bacterias exóticas? Tengo un amigo que dice que las cosas se encuentran donde se buscan.
Eso es verdad. Empecé a estudiarlas en l977 en baja California, México. Allí empecé con mi español, y por primera vez vi un tapete microbiano -visibles sólo en lugares demasiado calientes, fríos o salados para las formas de vida superiores– que dan la idea de cómo era el paisaje en el planeta hace miles de millones de años. Fui a México por primera vez a los 16 años y me dijeron que no podía comprender el país si no iba a la madre patria. México me fascinó.

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