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Viernes, 12 de julio de 2002
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Joyas para el hambre

Contra el imperativo de renunciar a cualquier lujo en nombre de la crisis y de abandonar todo compromiso estético para someterse a los llamados de la Historia con mayúscula, Florencia Abbate ha escrito un libro cuyo título hace callar esas órdenes venidas desde el campo social: “SHHH (lamentables documentos)”. Las fotografías de Hernán Reig le hacen el juego precisamente sin hacerle el juego.

Por María Moreno

SHHH (lamentables documentos), de Florencia Abbate y Hernán Reig, empieza por una cita de Guy Dabord: “Los sectores de una ciudad, a un cierto nivel, resultan legibles. Pero el significado que tengan para nosotros, personalmente, es imposible de comunicar, igual que la clandestinidad de la vida privada, de la que sólo poseemos lamentables documentos”. Tres parejas (Yago-Tania, Morrison-París, Fatiga-Alma), tres departamentos A, B, C y cruces de diálogos banales a lo largo de 24 horas son la materia de un libro objeto que se terminó de armar el 9 de diciembre de 2001 y que hoy puede leerse como un documento de las vísperas.
–Yo estaba intentando escribir una especie de libro de poesía muy hermético –documenta Abbate– y no me podía concentrar por todo lo que estaba pasando, y entonces empecé a anotar frasecitas que escuchaba, lugares comunes como: “Me da la sensación de que todo está cerrando” o “Antes yo sabía cómo hacer para que la pasáramos bien con cosas mínimas” o “Afuera la gente hace trabajos que acá no haría”. Tenía la sensación de que lo decían cuarenta al mismo tiempo. En un momento pensé en personajes de una novela, pero después me di cuenta de que no me interesaba todo el relleno de una novela sino las frases en estado bruto y que eran ellas las que condensaban el clima que quería transmitir. Eran frases escuchadas en un café, en reuniones de amigos, del portero. Luego las tocaba en función de unos personajes que tenían determinadas características. Pensé que todo tenía que ocurrir en un solo día. Un feriado en que todos se quedaban en sus casas. Por ejemplo, el 1º de Mayo, Día de los Trabajadores. Unos no tienen laburo y están deprimidos, otros tienen laburo y están preocupados. Las escenas transcurren en tres departamentos con dos personajes en cada uno y los diálogos que mantienen se arman en collage entre esos dúos. La materia prima de las frases es real. Hay un gesto de borrar al narrador y dejar sólo esas voces.
Para Hernán Reig, sus fotografías acompañaban bien aunque no lo hicieran en correlato; para él, la foto es siempre documental de una zona que se transmitiría allí, donde el fotógrafo no está.
Desde el 20 de diciembre, muchos artistas encontraron la oportunidad de subirse a los acontecimientos: lo hicieron en su mayoría tautológicamente, echando mano a un arte conceptual sin concepto alguno que no fuera apelar a la sensibilidad referencial: el corralito salió de las casas de artículos para bebés para entrar en los museos. Las fotos de Hernán Reig habían sido tomadas entre el ‘97 y el ‘99. Aunque él las considere documentales, lo son por desplazamiento: podrían haber sido tomadas en una ciudad que no fuera Buenos Aires, la presencia de textos en su interior que juegan con imágenes de otro registro invita a una lectura humorística o distanciada, antiturística.
El desafío para Florencia era no ser literal.
–No hay trama, no hay una progresión lineal, las horas del día están alteradas. Los personajes son singularidades, no cajitas vacías. Lo quesucedía, obligaba a buscar formas originales para intentar transmitir estas experiencias de una manera no reduccionista. No iba a hacer una novela naturalista para contar lo que estaba pasando. Las cacerolas lo único que hicieron fue urgirnos para editar el libro.
El “SHHH” como seña en la clásica imagen de una enfermera que pide silencio poniéndose el índice sobre los labios es fácil metáfora de la censura, pero el “SHHH” del libro de Abbate –Reig parece dirigirse al sonido de las cacerolas para dejar pasar a aquello que la percepción de un supuesto corte en la historia suele condenar a la culpa– son los sonidos de las vidas privadas. Y no a través de diálogos de artistas persuadidos de que en literatura la sangre sólo sirve para hacer morcillas sino de los que podrían considerar los hombres y mujeres comunes cuando, recluidos en interiores más o menos sórdidos, de paredes delgadas como las capas de una cebolla, entran en la historia con minúscula. El tipo al que la mujer le dice: “Poné música, la calle está imbancable”, el que trae el tao del sexo porque cree que su relación amorosa se está volviendo un lugar común, el que perdió todo por el virus Happy Day, el que tiene un analista que se llama Primitivo Apresa, amenazan con un realismo ni siquiera sucio –para que lo fuera, debería destilar al menos una épica lumpen–, más bien con una lírica de la depresión: son hombres y mujeres del subsuelo de El cadáver de la nación (el texto de Néstor Perlongher).

Recursos
–Decidimos no trabajar desde la ilustración, que de ninguna manera la foto ilustrara el texto ni que el texto anclara el sentido de la foto, sino que uno y otro agregaran sentido. El cruce estaba en que él fotografiaba objetos exteriores y yo los personajes de esa ciudad que él fotografiaba –dice Abbate.
La cita de Dabord, autor de La sociedad del espectáculo, no es azarosa: de todos los personajes, es Morrison quien insiste en reflexionar, aun en sordina, sobre las relaciones entre el documento y el documentalista. Morrison: “El ojo que ves no es ojo porque vos lo veas, es ojo porque te ve”. “Imaginate que el cielo es una isla de edición y que Dios es el tipo que edita. Imaginate que procesan todas las imágenes de tu vida intentando armar un programa para un público de gente que fue hecha a semejanza de Dios... Imaginate ahora que a todas las mejores partes de tu vida, las descartan.” SHHH parece estar hecho con esas partes descartables: cristalizaciones ideológicas, filosofía de poster, anécdotas donde la tragedia tiene el tamaño de una cuenta de almacén. Los diálogos suenan a una película de Antonioni hecha en clave cartonera, a un pozo de luz puesto ante la cámara de Jim Jarmusch, a cine independiente salpicado por Los de la mesa diez de Osvaldo Dragún. Sin embargo, se los sigue como un reality show donde la imagen es subliminal y con la atención con que se leía (y miraba) los libros del realismo popular publicados en periódicos. ¿Un Dickens para chateadores?
SHHH es un libro objeto no sujeto a las tasaciones del mercado del arte ni a la industria editorial. Se puede encargar como una pizza enviando un e-mail a [email protected] y su precio es de 25 pesos. Es artesanal y las fotos son copias originales. Cada ejemplar está firmado por los autores. Tiene algunos acentos agregados con birome y el título está compuesto con legítimas letras de coronas funerarias. Es muy al barato del arte y, al mismo tiempo –no hay artesanía igual a otra–, único.
–Lo comencé a escribir mientras estaba becada en Canadá. Allá sobra el dinero de apoyo al arte. Se hacen obras muy inteligentes, muy conceptuales, pero a las que les falta el deseo visceral. Acá si no tenés un verdadero deseo, todo se vuelve tan difícil que no es posible embarcarte. Yo estoy trabajando en una cátedra sobre literatura europea el siglo XIX. Antes todo era hacer pedidos a Amazon. Ahora, muchos se preguntan cómo van a hacer para publicar en una revista extranjera un texto sobre Elliot si no están actualizados. Esto obliga a preguntarse por el sentido de las prácticas y ver cómo éstas pueden servir para intervenir acá. Obliga a reconocer la condición periférica que siempre tuvimos. Y puede ser interesante empezar a producir a partir de eso. El malestar en lo creativo a mí me funciona como un estímulo y no un estado de bienestar donde tenga todo solucionado.
Los formalistas rusos, aun en la Revolución, seguían leyendo, sólo que a medida que avanzaban en su lectura, iban tirando las páginas al fuego de la chimenea a riesgo de morir de frío. No es algo recomendable como estímulo del arte. Sin embargo, SHHH es un libro notable que, fingiendo operar con materiales reales, despega de la extorsiva actualidad para proponer una suerte de aguafuertes experimentales que no abandonan la conciencia crítica –en los diálogos, la crisis suena como música funcional– y no pierden de vista que la realidad es una cuestión de edición.

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