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Viernes, 21 de abril de 2006
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Urbanidades

De huellas y surcos

Por Marta Dillon
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Hay veces en que acomodar los pasos en otra huella es como calzarse unas chinelas viejas, abrigadas pero confortables, sin pretensiones, para caminar por los lugares seguros. Sería imposible estar inventando cada vez el camino; y además, durísimo. Sin la experiencia de otros y otras el cuerpo dolería cada vez con el impacto de lo nunca nombrado. ¿Cómo decir “campo de concentración” por primera vez y que signifique la voluntad aplastada, la tortura constante, la pérdida de referencias, los ojos de la muerte clavados en los propios? Alguien lo hizo, sin embargo. Algunos y algunas lo hicieron. ¿Quién puso una palabra para violación? ¿Cómo se forja catástrofe? ¿Qué dice inundación que antes traía lluvia y ahora trae desidia? Ahora, mientras escribo, hay pasos que resuenan en la mente, que pasan delante de mí como si hubiera una pantalla en la frente, pasos que atraviesan el agua cargando animales de ojos vacuos en un río que todavía no termina de crecer en el norte. Y pasos dados hace tanto, con los sentidos despiertos, el olfato vigía, buscando un bocado para aplazar el hambre. ¿Quién dijo hambre por primera vez? ¿Quién de nosotros que leemos el diario sabe lo que significa? Muchos y muchas, más de los que imaginamos. Para el aniversario del 24 de marzo Adriana Calvo me contestó cuando le pregunté de qué hablaban en el campo de concentración entre las mujeres: “de recetas de cocina, hablábamos mucho de comida porque teníamos hambre”. En el libro Una mujer en Berlín, la protagonista, una intelectual alemana que había permanecido en su ciudad hasta el final a pesar de Hitler y a pesar incluso de que no tenía ninguna afinidad con el régimen, habla de comida, de ensaladas de ortigas, de papas podridas, de latas de arenques que aportaron los rusos después de la ocupación... y de las violaciones. Vcl, según la traducción de una sigla que ella eligió para no tener que escribir en sus diarios todas las veces la palabra completa y aun así seguir nombrando todas las veces: “¿A vos cuántas veces te violaron?”, se preguntaban a la segunda o tercera palabra que cruzaban entre ellas las mujeres que igual salían a la calle, buscaban comida, cubrían a los pocos hombres que deambulaban por Berlín sobre el final de la guerra. ¿Quién habrá dicho guerra la primera vez?

Nombrar es como poner los pies en otras huellas, en una en la que los pies calzan como en pantuflas, aunque a veces la intemperie de la experiencia las convierta en insuficientes, descarnadas, de suela demasiado fina como para proteger los pasos del estímulo que exige palabras nuevas. Nombrar no conjura, pero alivia. Claro que las palabras a veces fallan, las huellas se hacen surcos y entonces en lugar de calzar los pies se hunden en el barro, lo innombrable entonces busca y desespera ¿Quién dijo tragedia por primera vez?

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