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Viernes, 2 de agosto de 2002
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Anticipo

Qué ritmo

“Salsa”
es la nueva novela de Clara Obligado, argentina residente en Madrid desde hace
tres décadas. Lo que sigue es el principio del primer capítulo,
el relato de un parto en el que, ya de entrada, quedan planteados algunos enigmas,
entre el ritmo de la salsa que baila la protagonista cada jueves y el ritmo innegable
de esta prosa.

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Por Clara Obligado

Uno dos tres, hombro, uno dos tres, cadera, uno dos, siga el ritmo, empuje ¡ya! .”Empuje, señora, está llegando, no falta nada, venga, ¡ya!” Ritmo en los hombros, miel en la boca y en las caderas se engancha el son, anda mulata, que ya es muy tarde, suave, muchacha, que bailas bien. Cierra los ojos, tiembla y se agita, que siga el baile, no puede más. No está bailando, está de parto, son los recuerdos que vienen y van. ¿A quién se le ocurre dar a luz en Madrid en pleno mes de agosto? ¡Y con este calor! “ya viene, ¡ya viene el niño!”. Ya viene el negro, zumbón, cantando el negro bahión... Upa mi negra, gime y respira, gime y respira, “¡Retenga el aire, empuje! ¡Ya!”. Venga, los hombros, caderas, hombros, ¡ritmo, mulata, que está llegando, azúcar, clavo, canela y ron!. ¡Que siga el son! ¿Qué hacen reunidos entre sus piernas?” Vamos, Gloria, un poco más”. ¡No puedo!. Julio todo de verde, con mascarilla, y ese revoloteo allí abajo “¡Ya viene!”. Cha cha chá, qué rico cha cha chá, su madre en la cocina, la fuente en alto, meneando las ancas, ajustándose el delantal, Gloria, hay que concentrarse, deja de recordar a tu madre, no es momento. Es muy fácil, sólo tienes que jadear y empujar: obedece. “Eso es, muy bien, Gloria, eso es”, dice el médico, y Gloria piensa: negra, mueve las caderas, la mano en la cintura, ¡a gozar!. Arriba y abajo, arriba y abajo, “¡No vamos a estar aquí toda la tarde!”. “Falta poco, Gloria, insiste Julio, falta poco, mi vida, un esfuerzo más.” Poco para que termine la música, para que la sala de partos quede desierta, para que se apague el reflector y la dejen en paz. Descansar, descansar, dormir durante tres días, la cabeza, qué alivio, “¡Ya sale la cabeza!”. Ve todo negro, negro, está a punto de desmayarse.
–¡Es blanco!
–¿Qué has dicho?
Gloria, que ha cerrado los ojos, no responde; Julio observa dubitativo a su mujer, mira al médico que se aleja con la criatura en brazos. Ese hombre ha tenido con Gloria un contacto íntimo, ha hurgado dentro de ella hasta arrancarle una vida y ni siquiera le da la enhorabuena. Una vez terminado su trabajo de recolector se lava las manos y, dentro de unos pocos segundos, no distinguirá su rostro del de tantos otros padres cuya simiente se ocupa de cosechar.
Ya en la habitación, insiste:
–Gloria, ¿por qué has gritado “es blanco”?
–No he gritado nada.
–Sí que has gritado. Es blanco, dijiste, clarísimo.
–Déjame dormir. Has preguntado lo mismo veinte veces. Vete a ver al niño. ¿No es precioso? ¿Por qué se lo llevan?
–Lo están bañando.
–Llama a mis amigas.– Descansa.
–La clase, la clase de salsa, hoy no podré... es viernes.
–Claro que no podrás ir a bailar. Deliras...
Gloria cierra los ojos e intenta que todo desaparezca. No quiere escucharlo; la han licuado, batido, triturado. Cuando entró en la clínica era un bello dirigible, un planeta que giraba y giraba. Ahora alguien ha abierto la espita dejándola deshinchada como un paracaídas tendido en el campo.
Sobre las sábanas impolutas asoman dos manos. No le parecen las suyas, son demasiado pálidas, afiladas, y tiene la extraña sensación de que alguien las ha puesto allí para que las reconozca. No quiere que le repartan manos sino que le devuelvan al niño. Es verdad, está agotada, sólo piensa disparates. Caricias en el pelo, la respiración cada vez más lenta, pero no tiene que dejarse ir sin decirlo:
–Julio, susurra, Julio: el niño se parece mucho a ti.
Antes de dormirse, una última súplica:
–Déjame el móvil.

Cuando Gloria se quedó dormida Julio aprovechó para salir del calor de la clínica a las aceras desiertas. Aunque aún no era de noche, el cielo, a causa de las luces de la ciudad, parecía pintado de un lila sucio que poco a poco se desleía en gris. Se detuvo en una esquina y comenzó a respirar hondo; entre las calles arboladas se oía algún televisor. Llevaba horas encerrado en la clínica, nervioso, y ahora debería permanecer en esa habitación pequeña, atestada de olores; la pesadez de las flores, el aroma denso que emanaba el cuerpo de Gloria, mezcla de medicamentos, leche, perfume del bebé y los efluvios de una colonia con olor a gardenias que ella nunca había usado y que parecía haberse adherido para siempre a su cabellera rubia.
A estas horas Julio sólo deseaba meterse en un bar y beber hasta perder la conciencia, pero todo estaba cerrado por vacaciones. Además, tenía que esperar a que viniesen ellos. Ya les había avisado que el niño había nacido, y uno de los dos –vaya a saber cuál, porque tenían la voz idéntica– le había respondido lacónicamente que fuese puntual. Eran apenas las nueve y veinte.
Podría haberse marchado a casa, podría haber quedado con los dos hombres lejos de la clínica, hasta hubiese sido prudente alejarlos de allí. Pero Gloria le rogó que regresase pronto y él, con el tirón del entusiasmo, le había jurado que se quedaría con ella esa noche y todas las que hiciera falta.
–Puedo dormir en ese sillón.
Le dijo pronto, pero luego se había arrepentido. En los hospitales se trata a los sanos como si quisieran succionarles la salud: ni camas, ni baños en condiciones, ni comida. Pero no era capaz de alejarse del niño o de Gloria; quería permanecer junto a ellos dos, acercándose a la cama, pidiendo una caricia como un perro manso, como un mendigo, vagando entre sentimientos contrapuestos de exclusión y de felicidad.

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