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Viernes, 2 de agosto de 2002
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Arte

Sobre/mesas

Ariela Naftal
es una artista plástica que interviene platos: los usa como el símbolo
del clima familiar, muchas veces crispado, muchas veces en cortocircuito, muchas
veces atravesado por espinas como las que cruzan estos platos.

Por Soledad Vallejos
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Ariela Naftal jura y perjura que cuando le llegó el momento de decidir con qué tarjetita se presentaría ante el mundo se quedó helada. No tenía idea. Desde que tenía memoria lo único permanente en sus días era cierta necesidad desesperada, digamos, por dejar rastros en hojas vacías, modelar pedacitos de barro o de cerámica, desgastar marcadores sin límite. “A veces iba a casa de mi abuela y no había tantas pinturas como en casa, ni marcadores, ni nada. Yo decía ‘no puede ser que uno no pueda pintar porque no tiene pintura, ¡no puede ser!’, y entonces agarraba barro, remolachas, hojas, cualquier cosa, y hacía algo con eso.” Semejante compulsión no pasaba de ser accidental, accesorio, poco evidente, para los demás, pero fundamentalmente para ella misma, hasta que un día algo hizo un clic. Pasó de un “no sabía que eso se podía querer como único en la vida” a no poder pensar en nada más: ese mundo “totalmente desconocido” que se convirtió en absolutamente suyo, y desde el cual acaba de presentar Huellas del desencuentro, una obra conceptual que la tuvo a su lado casi todos los días de duración de ArteBA.
Hay algo poco habitual en esa pila de platos que conforman la serie. Son blancos, pero no inmaculados sino terriblemente intervenidos, y, sobre todo, aparecen en medio de una megamuestra de arte. De ahí, probablemente, el desconcierto de parte del público.
–Al ser una obra conceptual, es necesario que la gente se pueda acercar al artista. Me parece muy importante, porque, además, a partir de eso también hay menos prejuicio, porque en general es algo más, “ah, arte conceptual, no se entiende, chau”. Y no. Quizá hay que meterse un poquito más, detenerse un poquito, ver qué siente uno, qué le pasa, y conectar a partir de eso. Si se puede conectar con una obra en particular, después también se puede conectar con otra.
–¿Qué tipo de preguntas te hacía el público?
–Más que nada, qué quise decir. Y yo les digo que hablo del desencuentro familiar, que tiene que ver con lo que el otro puede decir, con huellas que van quedando dentro de uno después de reiterados encuentros familiares que se dan, en general, en torno a una mesa. Ahí, con eso, la gente se empieza a largar con lo que le pasa, se siente totalmente identificada con esos tragos amargos, con las espinas, con esta asociación de que en las familias no está todo bien. Porque es algo universal, aparentemente. Se nota en que alcanza decir el tema para que la gente entienda la obra. No hace falta mucho más. Ven una piedra con una cuchara, y que el bocado sea una piedra ya está diciendo algo.
Es que, en rigor de verdad, la obra empieza a decir desde el momento en que se construye a partir de algo tan íntimo, privado y doméstico como los platos. Ligados desde su nacimiento a lo social (para qué, vale preguntar, querría algún ermitaño tener un plato, especialmente en los orígenes de lo comunitario), a compartir un ámbito y un momento, son infaltables en el gesto tribal de ofrecer y repartir alimentos, pero, sobre todo, en esas horas que van haciendo la historia familiar y personal. Y los platos de Ariela, decíamos, no vienen en “estado natural”, sino que han vivido todo un proceso: está el de la piedra servida en cuchara, está el bordado con miles de vidrios partidos, está el deforme. –Es que cuando le digo a la gente: “elijo el plato como símbolo del encuentro familiar, que en general se da en torno a una mesa”, me contestan “ay, es obvio”. Algo que parece inaccesible pasa a ser obvio, porque bueno, es así, siempre hay una oveja negra (a veces, me dicen “¡soy yo!”, y otras “seguro que fuiste vos, porque sos artista”). Impresiona cómo puede pasar a través de algo tan simple, de todos los días, algunos me dicen “yo veo todo el tiempo platos, están en todos lados, pero nunca vi otra cosa que platos”. Pero a mí el plato me simboliza muchísimo, porque uno ansía mucho el encuentro familiar, como una posibilidad de estar con los que uno más quiere, y de poder comunicarte. Y a veces está esta constante frustración hace que uno empiece a tener sentimientos o huellas. Antes de la obra de ArteBA, yo hice una instalación en la galería Elsi del Río. Era una mesa con una pantalla de televisión haciendo zapping en el centro de la mesa. Y mostraba unos diez platos con huellas de esos desencuentros: había platos con espinas, otros como cocidos, como si fueran las huellas que a uno le quedan internamente de no poder expresar, de incomunicación también. Y en ese caso, tuve que hacer yo los platos, porque necesitaba transformarlos de una manera en especial, necesitaba cocerlo o deshacerlo con bronca.
Ariela dice “necesitaba”, “necesito”, “tenía una necesidad”. En algún minuto u otro, no puede evitar dar su clave, sin exagerar, vital, y entonces todo su motor se muestra como un impulso profundo, misterioso y arrollador. “Cuando hago una obra –explica–, la hago porque necesito decir eso, sacarlo afuera”, la respuesta que ella pueda obtener luego no cuenta, vendrá a su tiempo pero no es todavía, existirá pero no existe en el mismo instante de la producción. Y por obra y gracia de esos impulsos de la necesidad, sobreviene la elección de la técnica. Porque ése, lo dice cualquier artista, es un punto muy especial: define (una obra, un sentido) y también es definido (por el uso, por el marco), pero debe obedecer, de alguna forma, a quien crea mediante ella. Y Ariela usa, claro, lo que necesita.
–Me meto en cada técnica por la necesidad de expresar lo que quiero. Y así surgió esta serie. Yo tenía las sensaciones. Dije “necesito hacer platos y poner las sensaciones en esos platos”. No sabía si iban a ser de cartón, si los iba a pintar, nada. Finalmente, la cerámica me dio la posibilidad de hacerlos, y, en realidad, lo primero que yo había hecho en mi vida fue cerámica.
Hablando mal y pronto: ella tenía en mente una sensación, debía ser ésa y no otra la que atravesara un plato determinado. Pues entonces, debía ser auténtica: Ariela realmente debía sentir lo que quería “retratar” al momento de hacer la obra, aunque eso significara salir corriendo de un lugar después de una discusión o una situación angustiante para encerrarse en el taller a trabajar.
–Esa es la huella. Cuando lo mostré, fue fuerte. Porque era una necesidad mía de mostrarlo, porque si no, seguía quedando en mí, por más que existieran los platos. Necesitaba sacarlo y mostrarlo. Por eso fue emocionante que el otro se identificara con eso que parecía mío, fue como si al hablar de uno se terminara hablando de todos, o hablar de mi familia y terminar hablando del mundo. Me emocionó esa respuesta.
Habla de emociones y de manera casi inmediata mira a su alrededor, se asombra por la cantidad de gente que estuvo recorriendo los stands de ArteBA, mejor dicho, se asombra por ser una de las expositoras, en especial porque hasta el año pasado era una visitante más. Pero que Huellas... sea una de las obras expuestas significa una cosa fundamental: la posibilidad de contactarse con otros artista (un grupo del que deliberadamente se excluye, porque “siento que es una palabra muy grande, hay niveles y digamos que yo estoy en el camino”). “Es poder escuchar qué es lo que pasa, conocer a otros artistas, cómo trabajan, desde qué lugares... es importante porque el trabajo del artista es solitario: en definitiva, está uno solo con su alma.” En compañía, entonces, sabiendoque en ese mundo enorme que sí puede desearse como lo único en la vida hay gente que es como ella y no tanto, pero que en definitiva existen. Y se angustian antes de las muestras como ella, y disfrutan saber terminada una obra como ella, y tienen “tiempos de reflexión, momentos de parar” para, como ella, pensar cómo continuar.
–Cada día afirmo más que esto es lo mío. Por más que parecía que estuvo ahí siempre, ahora siento que ¡cómo me gusta! Aunque para algunos parezca obvio, uno vuelve a elegir, uno dice “¡era esto!”.

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